martes, 9 de mayo de 2017

Darwin y Wallace: breve historia de la Teoría de la Evolución entre cartas

A lo largo de la historia se han dado muchos intentos de elucidar de dónde procedemos los seres vivos (en particular, claro, los seres humanos). Durante mucho tiempo toda la sociedad, incluido el propio sector científico, ha defendido ideas como la “hipótesis de la generación espontánea”, por la cual los seres vivos parecían capaces de surgir de materia inanimada como estiércol o barro, o el “creacionismo”, la corriente de pensamiento que defendía que todas las especies vivas que existían habían tenido siempre la misma apariencia, que habían “sido creadas” tal cual se presentaban en la actualidad, en estrecha relación con las ideas de la Iglesia y en contraposición a las extrañas e inexplicables formas fósiles de conchas y esqueletos desconocidos que se encontraban de vez en cuando en las rocas.

Fósil de conchas de ammonites

Para los creacionistas, los fósiles no eran más que rocas que imitaban animales como capricho de la naturaleza, pero, para los defensores de la evolución, aquellas formas no eran sino restos de animales pasados de los que, habiendo desaparecido de la faz de la Tierra, habrían derivado las especies actuales. Nadie, sin embargo, supo explicar correctamente cómo podría ser esto posible hasta que la idea de la selección natural emergió en el pensamiento científico contemporáneo. 

Para los creacionistas, los fósiles no eran más que rocas que imitaban animales como capricho de la naturaleza, pero, para los defensores de la evolución, aquellas formas no eran sino restos de animales pasados de los que, habiendo desaparecido de la faz de la Tierra, habrían derivado las especies actuales. Nadie, sin embargo, supo explicar correctamente cómo podría ser esto posible hasta que la idea de la selección natural emergió en el pensamiento científico contemporáneo.

En esencia, la teoría de la selección natural expone que, dentro de una misma especie, las diferencias que existen a nivel de aptitudes o características entre los diferentes individuos, derivadas de la simple variedad genética y la incidencia de mutaciones, determinan en qué medida pueden sobrevivir en el ambiente en el que se encuentran, de tal forma que aquellos más aptos sobrevivirán y se reproducirán con mayor facilidad; los menos aptos, morirán y no dejarán descendencia. De tal manera, con el paso de las generaciones, los integrantes de una especie tenderán a presentar por herencia tales características si el ambiente no dictamina que dejan de ser beneficiosas. Dicho de otra forma, el ambiente ejerce una presión selectiva sobre la genética de los organismos que viven en él barriendo las características que dificultan la vida en él, lo cual es uno de los elementos imprescindibles de la evolución, tanto de los seres humanos como de todos los organismos que existen.

Sin embargo, no pretendemos explicar con mayor detalle esta teoría, sino dar a conocer los dolores de cabeza, casualidades, polémicas y malas pasadas que les trajo a sus co-autores: el famoso Charles Darwin y el menos conocido Alfred Wallace, pues si la teoría de la selección natural y la especiación resulta sorprendente, no lo es menos la historia de cómo se llegó a ella.


Alfred Russel Wallace. Fotografía por Sims, 1889

Alfred Russel Wallace nació en Gales el 8 de enero de 1823, en el seno de una familia modesta de tradición anglicana. A pesar de que hoy se le recuerda como co-autor de la teoría más importante de las ciencias biológicas, nunca estudió ningún tipo de carrera académica: tuvo que dejar sus estudios a la edad de 13 años por falta de dinero, y se convirtió en aprendiz de carpintero de su hermano John. No sería hasta 1844 cuando la publicación de un extraño libro titulado "Vestigios de la Historia Natural de la Creación", de Robert Chambers (1802-1871), cambiaría su vida para siempre.

La idea que Chambers exponía en este libro era, básicamente, que las especies tenían la tendencia de transformarse unas en otras aumentando de complejidad hasta llegar al ser humano, todo, por supuesto, bajo la planificación de Dios, una idea que pretendía compaginar las observaciones científicas con la tradición religiosa victoriana imperante en la época. Ajeno a toda la polémica que ese libro levantó, Wallace decidió hacerse a la aventura junto a su amigo Henry Walter Bates, naturalista, y emprender su propia carrera en el estudio de la Historia Natural para descubrir qué de verdadero había en la teoría de Chambers.

Así fue cómo Wallace viajó en 1848 a Brasil, actualmente reconocido como uno de los puntos más ricos en biodiversidad, para recorrer regiones del río Amazonas y el río Negro donde ningún europeo había puesto un pie, capturando ejemplares que coleccionaba y vendía para costear sus viajes. Durante su estancia, contrajo por primera vez la malaria (no sería la última) y a su vuelta a Europa, en 1852, su barco se incendió y hundió en mitad del Atlántico, perdiéndose apuntes y borradores de varios libros que tenía preparados. Fue rescatado en otro barco que, por cierto, casi se hunde también. Lejos de achicarse, nada más llegar a Inglaterra, el hombre ya estaba pensando animosamente en emprender un nuevo periplo, que, en ese caso, le llevaría a las remotas islas del archipiélago malayo.

Desde 1854, pasaría ocho años visitando, entre otras, las misteriosas islas de Sumatra, Bali, Borneo, Timor, Komodo y Sarawak, donde hizo grandes descubrimientos relacionando la localización de las diferentes especies animales y sus restos fósiles. En este viaje recopiló hasta 125.000 especímenes que envió a Inglaterra, 80.000 de las cuales eran escarabajos. Entre esos ejemplares, había unas 1.000 especies nunca antes descritas. Fue en estos viajes donde se familiarizó enormemente con la gran variación que existía, no sólo entre diferentes especies, sino entre individuos de la misma especie.

El 1 de marzo de 1858, en la casita donde vivía en la isla de Ternate, recogido  a causa de un nuevo episodio de malaria, Wallace describe en su propia autobiografía que, estando en la cama con fiebre, empezó a divagar sobre el efecto de las guerras y epidemias (como la malaria) en el ritmo de crecimiento de la población humana y que luego pensó en cómo este tipo de causas o equivalentes (depredación, enfermedades, catástrofes...) influían en el crecimiento de las poblaciones animales. Teniendo en cuenta el gran daño que causaban estos avatares, los que sobrevivían, necesariamente, eran los que mejor adaptados estaban a las circunstancias, y considerando la gran variación entre individuos que él mismo había reconocido durante su recolección de ejemplares, todos los rasgos que un animal presentase podían proceder de una filtración natural que el ambiente hacía de entre todas las variantes que se iban presentando azarosamente en el surtido de variantes. Y fruto de esta iluminación resultó una inocente carta que Wallace envió en un barco de carga holandés desde Ternate a Inglaterra dirigida al mismísimo Charles Darwin (1809-1882), ya reconocido como prestigioso naturalista.


Charles Darwin, fotografía por Herbert Rose Barraud 

Por aquél entonces, la sociedad científica se comunicaba por cartas de forma muy activa. Y, en particular, esa carta que Darwin recibió (no se sabe con certeza qué día) lo dejó consternado.

Desde el 1838, cuando se embarcó en el H.M.S Beagle y comenzó sus estudios en evolución animal en las Islas Galápagos, Darwin había estado masticando de forma bastante infructuosa los paradigmas de la divergencia evolutiva. Wallace no era más que un aficionado admirador de su trabajo y ya anteriormente le había estado carteando e incluso enviando algunos especímenes de regalo que consideró que le podían gustar. En sus respuestas, Darwin se mostraba agradecido aunque receloso, insinuándole de manera sutil al joven Wallace que la causa de aparición de nuevas especies era un asunto suyo, cosa que el pobre de Wallace nunca captó. Lo que ninguno de los dos se imaginó nunca es que habrían llegado a la misma teoría por caminos separados. El propio Darwin reconocería más adelante que incluso algunas de las frases de Wallace le recordaban a las suyas propias, aunque su principal fallo estuvo en no considerar importante la variación entre individuos de la misma especie, la clave de todo en la idea de Wallace. En ese momento, el naturalista pensó en desistir y tirar por tierra su propio trabajo: Wallace había concebido encamado una tarde de fiebre una idea que él no había conseguido terminar de dilucidar en veinte años de duro trabajo, y si decidía publicar su estudio se habría aprovechado deshonrosamente de la investigación de un colega admirador, pero si no lo hacía, nadie le daría el reconocimiento de ser el primero en postular la teoría. Realmente una situación deprimente, si le sumamos que su hijo menor estaba gravemente enfermo de escarlatina.

De no ser por sus amigos, Charles Lyell y Joseph Hooke, la teoría de Darwin probablemente nunca hubiera visto la luz. Para que su trabajo no cayese en saco roto ni sintiese que estaba cometiendo una sucia traición, le propusieron presentar un resumen conjunto de sus ideas junto con las de Wallace en una de las reuniones de la Linnean Society de Londres, la prestigiosa sociedad científica dedicada a taxonomía fundada en 1788. Darwin estaba muy triste y no tenía absolutamente nada preparado (ni ganas de hacerlo); fueron sus amigos los que recuperaron de su estudio un ensayo de unas 540 páginas que el hombre había escrito en 1844 (y que todavía no había publicado) y una carta que le había escrito a un botánico de la Universidad de Harvard. El día de la presentación el 1 de julio de 1858, se presentó primero este resumen del trabajo de Darwin y luego se leyó el artículo original de Wallace, aunque técnicamente debía haber sido expuesto primero, ya que estaba escrito con antelación; una trampa que Lyell y Hooke dispusieron para que fuera su amigo Darwin el que quedase registrado con la propiedad intelectual. Darwin no estuvo presente: fue el día del entierro de su hijo.

Ese mismo día, Wallace todavía estaba de viaje. No se enteraría hasta mucho tiempo después de que su trabajo había sido publicado sin su permiso ante la Linnean Society y sólo como un simple apoyo a la teoría de Darwin. Sin embargo, lejos de molestarse, Wallace incluso se mostró satisfecho: es importante tener en cuenta que la sociedad científica de por aquél entonces era terriblemente clasista y él era un don nadie, sin ni siquiera la preparación científica adecuada para ser respetado en el gremio de los naturalistas. Que el trabajo de Darwin, con una reputación considerable, llevase su nombre garantizaba que le harían caso; era más de lo que podría haber esperado de intentar llamar la atención por su cuenta. De hecho, se referiría humildemente a la teoría de la selección natural como "darwinismo" a partir de entonces. Pese a que posteriormente y hasta a día de hoy algunos han querido ver en Darwin y sus amigos una trama conspiratoria para robarle la idea a Wallace, lo cierto es que nunca existió mala relación entre ellos. El propio Darwin le mandó una copia de regalo a Wallace del libro que finalmente publicó, en 1859, El origen de las especies, su obra más famosa.


Portada de "El Origen de las Especies"

Es interesante mencionar aquí que, en su obra, Darwin nunca dijo expresamente que los seres humanos procedamos del mono, afirmación que es matizablemente incorrecta: lo que se deriva de la teoría de la selección natural es que los chimpancés (Pan spp.) y los actuales humanos (Homo sapiens) derivamos de un ancestro común a partir del cual nuestros linajes se diversificaron.

Cabe mencionar, por otro lado, que el que armó un verdadero escándalo cuando se enteró de la publicación fue el jardinero escocés Patrick Matthew, que parece ser que hacía nada menos que casi treinta años atrás había sugerido tal idea en el apéndice de un libro apasionantemente titulado Madera naval y arboricultura (curiosamente el mismo año que Darwin no había hecho más que emprender su travesía por el océano Atlántico hacia las Galápagos). Pasó totalmente desapercibido. Por mucho que pataleó, Matthew sólo consiguió de Darwin unas disculpas públicas.

Por su parte, Wallace siguió como naturalista varias décadas más, aunque fue perdiendo poco a poco credibilidad en el mundo científico debido a su interés por temas como el espiritismo y la vida en otros planetas. Se comprometió en 1864 con una mujer que lo dejó plantado y dos años más tarde contrajo matrimonio con Annie Mitten, hija de un experto en musgos y con la que tuvo tres hijos. Nunca consiguió un trabajo estable ni ascendió de posición social y atravesó, de hecho, graves penurias económicas, hasta el punto de que en cierta ocasión fue necesaria la intervención del propio Darwin para que le concedieran una pensión. Su trabajo científico, aun así, fue reconocido e incluso premiado: en 1908 recibió la prestigiosa Medalla Copley y el Orden de Mérito del Reino Unido. Moriría cinco años más tarde en la casita de campo que él mismo construyó años atrás en Broadstone, tierra donde se encuentra actualmente su tumba. Llegó a la edad de nada menos que 90 años.

La historia de cómo la humanidad se dio cuenta del fenómeno de la selección natural es una historia de sufrimiento, de aventuras, de descubrimientos, casualidades bochornosas, viajes y cartas; una historia de una época de la ciencia que ya se acabó pero que, aunque los huesos de sus protagonistas descansen, merece seguir excitando los nuestros.

FUENTES Y REFERENCIAS
Ruíz Pérez, M. V., “La extraordinaria vida de Alfred Russel Wallace: (Él también merece ser recordado)”, Encuentros de Biología, nº125 (2009).
Gallardo, M.G., “Alfred Russel Wallace (1823 – 1913): Obra y figura”, Revista Chilena de Historia Natural, nº86 (2013), 241 – 250.
BRYSON, B. Una breve historia de casi todo, Barcelona: RBA bolsillo, 2003.

IMÁGENES

SOBRE EL AUTOR

Juan Encina

Graduado en Biología por la Universidad de Coruña de vocación docente. Se ha dedicado por cuatro años a la divulgación científica entre los jóvenes, participando en charlas a institutos y talleres organizados por al Universidad de Coruña y la Fundación Barrié, así como en una revista digital como redactor y editor.



0 comentarios:

Publicar un comentario