martes, 31 de enero de 2017

¿Qué es la economía de la cultura?

La Economía de la Cultura es una subdisciplina de la ciencia económica, dada por el interés de los economistas en el mundo de la cultura a partir de los años 60. A partir de la creación de la Association for Cultural Economics en 1973 se fueron reuniendo varios interesados y entendidos en la matería. Uno de ellos, Kenneth Boulding, definía esta disciplina como conjunto difuso, con fronteras poco definidas, que podría avanzar en la interacción con otras disciplinas. Aunque hoy la mayoría coinciden en que ésta es el análisis de aspectos económicos o materiales de las actividades artísticas. Desde el punto de vista de las personas formadas en humanidades, resulta inimaginable intentar ponerle precio a elementos como el Acueducto de Segovia o a la Gioconda, pero en el momento en que vivimos, obsesionados por la rentabilidad, se necesitan medios para sacarla también en el plano del patrimonio cultural y artístico. Tanto las actividades artísticas como culturales conforman en la actualidad la base de muchos resultados económicos, ya que muchos de estos productos son de dominio de la cultura convencional y otros están surgiendo a través de las industrias culturales y artísticas.


      Garcia, Enrique.”Cultura y Economía en el Siglo XXI”

Esta relativamente nueva disciplina se define con una serie de actividades dividas en: Artes Escénicas y Visuales, donde lo más importante es la obtención de espectadores para mantener la tradición de los espectáculos y la creación de nuevos; el Patrimonio Histórico, cuyo valor de conservación y valoración son esenciales para su mantenimiento y utilidad para los consumidores potenciales; y por último la nueva tendencia de las industrias culturales, donde el libro y el cine comparten nivel con el resto de elementos culturales tradicionales. Todos ellos conforman los denominados “bienes culturales” que se diferencian de los bienes económicos ordinarios en que estos transmiten  mensajes simbólicos a quienes los consumen, son bienes de experiencia y tienen el centro de su proceso de producción en el trabajo creativo,  sujetos a la legislación de propiedad intelectual, y dan lugar a formas de valor que no se pueden expresar totalmente en términos monetarios.

El creciente interés por las interrelaciones entre la cultura y la economía, durante los últimos años, ha generado la  aparición de una serie de informes, análisis y estudios que han posibilitado mostrar la relevancia económica de la cultura. A pesar de esto no podemos olvidar que tanto sin la ayuda de los gobiernos y sus políticas culturales, como el conjunto estructurado de acciones y prácticas sociales de los organismos públicos y de otros agentes sociales y culturales, no podríamos disfrutar de tanta riqueza y oferta cultural. Pero sobre todo lo que la Economía de la Cultura pretende es poner en valor y contacto la realidad cultural en el plano del mercado. Es cierto que es complicado introducir este tipo de productos tan singulares en el mercado, pero la sociedad se está dando cuenta que con ellos no solo obtenemos riqueza interior sino que también repercute en el crecimiento económico del país. La concienciación es una parte importante a considerar, ya que si la sociedad es consciente y valora lo que tiene conseguirá primero, que se mantenga todo el patrimonio cultural del que somos responsables y segundo, conseguiremos atraer a más turistas y académicos que llevaran esta tendencia a sus distintos países de origen. Durante los últimos 50 años la disciplina ha ido cambiando, siendo el uso de las nuevas tecnologías y la interdisciplinariedad las que han otorgado su rango de ciencia social a considerar. Para todo aquel  que se haya formado en ramas humanísticas este tipo de vertientes les ayudan a generar nuevas empresas y empleo para hacer que todo lo aprendido durante años de estudio vea resultados más allá del plano académico.     

Bibliografia:
Cabrera Yeto, S., Sánchez Maldonado, J., Sánchez Tejeda, A. M.” Economía de la Cultura: Cultura y Desarrollo Local”, Actas del III Encuentro de Economía Pública: Almería (2006).
Aguado, L. y Palma, L.. “Economía de la Cultura. Una Nueva Área de Especialización Economía”,Revista de Economía Institucional, vol. 12, n. º 22 (2010), 129-165.

Sobre la autora:


Lucía Lobato Hidalgo
Graduada en Geografia e Historia por la Universidad Pablo de Olavide, promoción 2011-2015. Interesada en la Historia Moderna y en la Historia del Arte, realizó su Trabajo Fin de Grado sobre los Bienes de Difuntos de Emigrantes Zafrenses en el siglo XVI. En la actualidad se dedica a impartir clases particulares y el próximo curso empezará un master enfocado en gestión cultural en la Universidad de Valladolid.

martes, 24 de enero de 2017

La casa como forma trascendental del espacio en Grecia

Decía el oscuro Heráclito que “con el fuego tienen intercambio todas las cosas, tal como con el oro las mercancías y las mercancías con el oro”. Lo cierto es que, en el contexto griego, la importancia del fuego es incuestionable. Como atestiguan las diversas versiones del mito de Prometeo, a través del hogar descienden la sabiduría, las artes y la palabra, pero también sube el humo de las ofrendas con el que los hombres se ganan el favor de los dioses; de este modo, el fuego es la divisa fundamental en el comercio entre el cielo y la tierra. Como centro de la vida doméstica, el hogar despliega el espacio civilizado en el que habitan los hombres, separándolo del resto de la geografía y dotándolo de un carácter radicalmente distinto al mundo exterior donde habitan las fieras y las almas de los accidentados. Fuera de ese espacio que el hogar abre entorno a sí, no rigen las costumbres, que nos confirman a través del tiempo, y la presencia de los dioses se vuelve un enigma. Este artículo pretende ilustrar, en qué medida, el símbolo del hogar puede ser entendido como el presupuesto fundamental que posibilita toda experiencia del espacio desde la antigüedad arcaica hasta los siglos del período clásico.


Prometeo lleva el fuego a la humanidad. Obra de Heinrich Friedrich Füger

Como hemos insinuado brevemente, la forma más elemental de organizar el espacio en el que se desarrolla la vida es la casa. En Grecia, el eje fundacional de la casa es el hogar. La casa era un ámbito femenino, y el fuego doméstico estaba divinizado bajo la figura de Hestia, una diosa ajena al panteón olímpico, pero no por ello menos importante en el contexto de la religiosidad privada. En torno al fuego y delimitado por los muros, se abre el espacio arrebatado al caos, una forma cualitativamente diferenciada del resto del espacio, capaz de prescribir nuestra conducta y en el cual se ingresa a través de complejos ritos de paso. Todos los miembros de la casa han circunvalado el fuego en alguna ocasión, señalando así su pertenencia a la familia. El fuego es el vínculo físico entre los miembros de una casa, y así, cuando alguien muere, es común en muchos sitios la renovación del fuego que sirvió al muerto. Pero la identificación del fuego y el clan queda magníficamente atestiguada por la lengua que hablaron aquellas gentes, y en griego, la palabra para designar a la familia es epistion, es decir, “aquello que está junto al hogar”.


Representación de Hestia ("Hestia Giustiniani"). Copia romana de un original de bronce griego del 470 a. C.

Bosquejados los aspectos semánticos más elementales en torno a la casa, quizá ya estemos preparados para dirigirnos hacia la meta verdadera de esta exposición, y así, debemos ahora considerar, en qué medida, la experiencia del espacio posibilitada por el fuego domestico sirvió para configurar geografías más complejas y formas de espacialidad cada vez más elaboradas.

Con el paso de una estructura socio-política basada fundamentalmente en la familia a una estructura fundada en la agrupación de antiguas tribus, la imagen del espacio domestico será redimensionada a fin de adaptarse a las necesidades de esa nueva colectividad. Del mismo modo que los miembros de una casa habitan el espacio en torno a un fuego común que sella sus relaciones con el oren sagrado, también la polis requiere de un fuego capaz de agrupar en torno a sí a todas las facciones de esa nueva comunidad; es por ello que las florecientes ciudades colocaron un fuego en el Pritaneo o en un templo sobresaliente. Los márgenes de la polis cuyo centro espiritual es el fuego siempre ardiente, dibujaban el espacio civilizado, y opuesto dialécticamente al espacio exterior donde no rigen las leyes capaces de someter a medida la avalancha informe de lo real. De este modo, se establecía una analogía simbólica entre el Estado y la “casa”, y la estructura del espacio domestico era proyectada al nivel macro-cósmico del espacio cívico.  

Pero esa correspondencia entre el Estado y la casa posee un último desarrollo con el que habremos de ir cerrando esta exposición. Como sabemos, los griegos llegaron a considerar el fuego de Delfos como el “hogar común de toda Grecia”. Lejos de ser casual, ese hecho realza la coherencia de la idea que aquí tratamos de perseguir.  A la hora de interpretar esa afirmación, debemos tomar en consideración que el término que aquellas gentes emplearon para referirse a su ajetreada empresa “colonizadora” es apoikia, o lo que es lo mismo, el “traslado de la casa”. Si además tenemos en cuenta que antes de partir hacia una nueva aventura ultramarina, los colonos debían consultar el oráculo en Delfos, y llevar consigo el fuego de la metrópoli hacia el nuevo emplazamiento a modo de acto fundacional, nos es lícito suponer que también aquí las geografías más remotas y su relación con la Hélade están configuradas bajo la estructura simbólica de una casa.

Como en un juego de muñecas rusas, esa forma elemental de representar el espacio fue reinterpretándose a lo largo de los siglos. Proyectada sobre una dimensión espacial cada vez más extensa, la simbología del hogar progresa a través del tiempo, y conserva simultáneamente cada una de las figuras anteriores de su desarrollo. Una misma simbología va generando ecos de mayor amplitud: de la casa a la polis y de la polis al mundo helenizado. El hogar puede ser así entendido como la categoría fundamental que permite comprender toda experiencia posible del espacio; así, bajo el símbolo de la casa, los griegos fueron elaborando modos de interpretar su situación en el mundo cada vez más complejos.

Bibliografía

Burkert, W., Religión Griega. Madrid: Abada Editores, 2007.
Espejo Muriel, C., Grecia: sobre los ritos y las fiestas. Granada: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Granada, 1995.
Gómez Espelosín, F.J., Introducción al mundo griego. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 1995.


Sobre el autor:


Javier Salguero
Licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla, tras lo que realizó el Máster en Formación del Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato en la misma Universidad. El pasado año, cursó el Máster en Religiones y Sociedades de la Universidad Pablo de Olavide y la Universidad Internacional de Andalucía. Actualmente, es miembro del Observatorio de Religiones Comparadas de la Universidad de Sevilla. 

jueves, 19 de enero de 2017

Corrupción, coerción y tiranía: aproximación ideológica a la Revolución de las Trece Colonias Americanas

…cualquiera que sea su título para ello, no se guía por la ley sino por su voluntad, y sus mandatos y actos no van encaminados a la salvaguarda de las propiedades de su pueblo, sino a la satisfacción de sus propias ambiciones, venganzas, apetencias o cualquier otra pasión desordenada”. (John Locke).

De esta forma definía John Locke a un tirano, a aquel al que se le podía derrocar de su cargo público aunque fuera el mismísimo rey. Estas ideas fueron las que defendieron otros tantos como él durante la llamada Revolución Gloriosa que acabó con el reinado de Jacobo II en el 1688.


John Locke

Durante los años posteriores las obras de Locke tuvieron una gran difusión por todo el imperio, de forma que, a mediados del siglo XVIII todo intelectual norteamericano leía y debatía sobre su pensamiento. Así, no sólo la metrópolis, sino también las Trece Colonias Americanas bebieron de la influencia de estos conceptos que tuvieron un enorme calado en la sociedad.

Por ello, no es extraño que estas ideas marcaran el precedente para que los “ilustrados” norteamericanos, después de la Guerra de los Siete Años y las nuevas medidas políticas que el joven Jorge III estaba tomando en contra de la autoridad de las asambleas coloniales, comenzaran a plantearse rebelarse y desobedecer al rey.

Durante la década de 1760 se comenzaron a escribir numerosos panfletos, cuyo primer objetivo era poner por escrito la práctica política norteamericana para hacer entender al Parlamento inglés hasta dónde llegaba su autoridad. Entre estos panfletos estaba Rights of the British colonies asserted and proved, de J. Otis, en el que decía que el parlamento no podía imponer impuestos a ciudadanos no representados en él, apoyándose en la common law y las cartas coloniales como fuente de soberanía local y regional de las colonias. O el panfleto Rights of the colonies examined escrito por Stephen Hopking, que sostenía que el parlamento sólo podía establecer los impuestos derivados del comercio. También cabe mencionar la interesante propuesta de Dickinson en su panfleto An adress to the comitee of correspondence in Barbados, que decía que existían dos tipos de soberanías: por un lado la del parlamento, la cual tenía las armas suficientes para mantener el funcionamiento del imperio, como los impuestos del comercio y algunos aspectos económicos, y por otro la de las asambleas coloniales que se encargaban del resto de impuestos y, estas dos soberanías estaban conectadas entre sí en la figura del rey.

Para Inglaterra esto era inadmisible, ya que supondría un imperium in imperio, en realidad, era difícil exponer lo que hasta entonces había sido la práctica en la teoría política, ya que eran competencias que nunca se habían cuestionado. A letter from a Gentlemen at Halifax (1765), de Martin Howard, respondía que existían dos tipos de prerrogativas, una las personales que poseía todo inglés y otras las políticas que no poseían las colonias, esta fue una de las respuestas serias dadas desde la metrópolis, y se apoyaba en que los colonos no podían acudir a la common law, sin aceptar el Parlamento, pues ambas cosas parten de la constitución británica.

Todos estos panfletos dieron lugar a un conjunto de literatura revolucionaria que buscaba apoyo ideológico, fundamentos en los que basar su libertad y, como no podía ser de otra forma, la influencia de Locke estuvo presente en cada uno de ellos. En concreto Otis, aunque también Dickinson, Adams y el propio Jefferson, redactaron multitud de panfletos en los que se indicaban una serie de principios que estaban por encima del Parlamento y de cualquier institución política, que eran la existencia de derechos naturales propios del iusnaturalismo. Así, Jefferson en su escrito A summay view of th Rights of British America, decía: “Norteamérica es un pueblo libre que reclama sus derechos como derivados de las leyes de la naturaleza y no como regalos de su primer magistrado”.

Aunque toda esta literatura enfrentaba posturas muy enconadas y difíciles de solventar, podemos observar cómo los norteamericanos no parecen querer una ruptura con la metrópolis, sino todo lo contrario, querían preservar sus privilegios dentro del imperio. Buena prueba de ello fue el resultado del primer congreso continental norteamericano. Sin embargo, las imposiciones fiscales y los debates políticos, llevados a cabo en los lugares de socialización por antonomasia: los cafés, las tabernas y los clubs, fueron creando un frente común a ambos lados del Atlántico, dificultando paulatinamente el acercamiento de ambas posturas. De esta forma, no tardaron en surgir ideas rupturistas en el seno de la sociedad norteamericana, con el discurso clásico de los liberales radicales whig, que desde el interior del imperio criticaban las políticas de Jorge III y las formas de un gobierno déspota a su entender.

Algunos de los representantes más ilustres de esta corriente crítica comenzaron a ver en Inglaterra un sistema antiguo, corrupto y coercitivo que distaba mucho de los ideales ilustrados. A la vez veían en su “nuevo mundo” una oportunidad de recuperar el esplendor de las grandes repúblicas antiguas como Atenas y Roma, ya que decían que aún los territorios americanos estaban limpios de la mancha de las campañas electorales, las clientelas personales y los intereses partidistas. En palabras de Franklin: “Cuando considero la extrema corrupción que prevalece entre todos los órdenes sociales de este viejo estado podrido, y la gloriosa virtud pública que predomina en nuestra nueva patria, no puedo sino temer más daño que provecho de una unión más estrecha”.

En el segundo congreso continental en 1775, después de los sucesos de Lexington y Concord, se organizaron milicias por todo el territorio y se puso al mando de estas a George Washington. El rey al que le debían lealtad a cambio de su protección  parecía que más bien les estaba declarando la guerra, cada vez había mayor presencia de tropas en el territorio americanos y los ecos de que al otro lado del Atlántico el rey estaba contratando mercenarios tampoco daban mucho aliento a los que hasta el último momento prácticamente optaron por la vía del acuerdo.

En estas condiciones se llegó a mayo de 1776, fecha en la que Thomas Paine, prende la mecha con su panfleto “Common sense”, este era una explosión de ideas que arremetían contra la Corona y el Parlamento y, con las mismas, arengaba a las colonias hacia la guerra, que ya era prácticamente una realidad. Sería en junio de ese mismo año cuando primero Virginia y luego todas las demás elaboraran su constitución y se declararan independientes del imperio británico:

“El sol nunca brilló sobre una causa de mayor valor. No se trata del asunto de una ciudad, de un país, de una provincia o de un reino, sino de un continente, de al menos la octava parte del mundo habitable. No se trata del interés de un día, de un año o de una época; es la posteridad la que está implicada prácticamente en la contienda y resultará más o menos afectada, incluso hasta el fin de los tiempos, por el proceso actual. Ha llegado el momento de la siembra para la unión, la fe y el honor continental” (Thomas Paine).


Common sense - Thomas Paine


El 4 de julio de ese mismo año, Thomas Jefferson terminó de redactar la Declaración de Independencia de las Trece Colonias Unidas, declaración que no tiene desperdicio y que compendiaba una serie de quejas y agravios, principalmente hacia la Corona, con la que debido a no cumplir con su particular “contrato social”, rompían irremediablemente.

A la luz de la carga ideológica del momento, considero oportuno examinar detalladamente la Declaración de Independencia en los siguientes párrafos para concluir con esta aproximación ideológica.


Pintura de John Trumbull - La Declaración de Independencia


En el siguiente párrafo se puede ver la influencia del iusnaturalismo racional, haciendo referencia a los derechos naturales que Dios proporciona a su creación. Además, como ya hizo Locke en sus tratados, se expondrán las causas por las que rechazan la soberanía real en sus territorios:

“…tomar entre las naciones de la tierra el puesto separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio de la humanidad exige que declare las causas que lo impulsan a la separación.”

En el siguiente fragmento hace alusión a la existencia de un contrato social, el cual había sido quebrantado por una de las partes, y por tanto la obligación moral del pueblo es restituir un gobierno que respete los derechos naturales:

“…que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios…”

Para terminar una alusión al rey tirano que definíamos al principio del presente artículo como justificación de la ruptura entre el imperio y las colonias americanas:

“La historia del presente Rey de la Gran-Bretaña, es una historia de repetidas injurias y usurpaciones, cuyo objeto principal es y ha sido el establecimiento de una absoluta tiranía sobre estos estados.”

“… Él ha abdicado el derecho que tenía para gobernarnos, declarándonos la guerra y poniéndonos fuera de su protección…”

Estos fragmentos y el resto de la Declaración de Independencia, bien podrían ser la mejor síntesis de esta aproximación ideológica, de las ideas que apoyaron los intereses de las Trece Colonias Americanas y la posterior transformación del imperio inglés. Comenzaba con éxito la aplicación de unos ideales que aún siguen presentes en muchos de los textos constitucionales actuales.

Bibliografía

APARISI MIRALLES, A. La revolución norteamericana; aproximación a sus orígenes ideológicos, Madrid: Centro de estudios constitucionales, 1995, 96-98.

APARISI MIRALLES, A “Soberanía, Constitución y Derechos en los orígenes de la Revolución Norteamericana”, Anuario de filosofía del derecho, XI (1994), 421-441.

BUBANK, J. y COOPER, F. Imperios: una nueva visión de la historia universal, Barcelona: Crítica, 2011, 323-335.

ELLIOTT, J. H. Imperios del mundo atlántico: España y Gran Bretaña en América, 1492-1830, Madrid: Taurus, 2006, 477-537.

PAUL ADAMS, W. Los Estados Unidos de América. Madrid: S. XXI, 1979, 16 – 18.

Webgrafía

Material documental de la página oficial del Defensor del pueblo español, Declaración de independencia del 4 de julio de 1776: http://enclase.defensordelpueblo.es/MaterialDocumental/IndependenciaEstadosUnidos.pdf

Imágenes


www.wikipedia.org

miércoles, 18 de enero de 2017

El Marqués de La Fayette y la participación francesa en la Revolución de las Trece Colonias


Washington y La Fayette

Militar, político, revolucionario y aristócrata. A lo largo de la historia han existido numerosos hombres y mujeres que por méritos propios destacaron por encima del resto de sus coetáneos, pero pocos personajes han brillado tanto como uno de los franceses más universales. Lo cierto es que Marie-Joseph Paul Yves Roch Gilbert du Motier (nombre real del Marqués de La Fayette) fue alguien poco común, pues su valor, su integridad y su defensa de los valores democráticos y liberales en tiempos muy convulsos le harían ser respetado y admirado tanto en Francia como en otros lugares muy lejos de su patria. ¿Quién fue el llamado "Héroe de Dos Mundos"?

Gilbert du Motier, nacido el 6 de septiembre de 1757 en la región de Auvernia (en el Alto Loira), era el heredero de uno de los linajes nobiliarios más antiguos de la zona. Sus antepasados habían destacado desde el Medievo en el arte de la guerra como excelentes militares enfrentándose a innumerables peligros y enemigos, pero si bien la legendaria valentía de la familia era conocida más famosa aún era su temeridad. Su tío moriría en la Guerra de Sucesión Austriaca (1740-1748) y su progenitor, Michel, le dejaría huérfano de padre al perder la vida en la Batalla de Minden (1759) que enfrentaría una vez más a Francia con Gran Bretaña en el marco de la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Siendo  poseedor de una enorme fortuna, en 1768 el joven marqués fue llamado para vivir en París e integrarse en el Collège du Plessis donde recibiría una esmerada educación. Su formación se completaría con su ingreso en la Academia de Versalles, donde desarrolló sus aptitudes para las artes militares.

Aunque por entonces mostraba excelentes cualidades, sus logros a una edad tan temprana estuvieron relacionados con los contactos familiares y un ventajoso matrimonio que le otorgó una espléndida dote, el rango de capitán y el mando de una compañía en el Regimiento de Dragones de Noailles. Sin embargo, su valía se demostraría un poco más tarde cuando tomase la determinación de participar en una de las revoluciones más importantes del siglo XVIII: la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1775-1783). No podemos saber con exactitud el momento en el que La Fayette, un joven con inquietudes culturales e ideológicas, decidiera seguir la estela de su padre; lo que sí sabemos es que la oportunidad le llegó de forma repentina.

Tal y como hemos mencionado anteriormente, su padre había luchado por Francia en la Guerra de los Siete Años. Dicha confrontación había involucrado a la mayoría de potencias de la época que, viendo afectados sus intereses, se habían visto implicadas en lo que era una feroz lucha entre Gran Bretaña y Francia por la supremacía en Europa, la India y América del Norte. Gran Bretaña, apoyada fundamentalmente por sus colonias americanas, había resultado vencedora en un conflicto en el que Francia, muy a su pesar, era la gran derrotada. Una de las potencias coloniales más importantes de Europa perdía la mayor parte de sus territorios en ultramar en favor de un enemigo que, fortalecido, no supo mantener su ventajosa posición.

Las Trece Colonias de América habían aportando ayuda militar y económica a Londres durante la guerra contra Francia, pero una vez finalizada la contienda las colonias no vieron recompensado su esfuerzo. Siendo considerados ciudadanos de segunda, los colonos vieron incrementar la presión fiscal sobre ellos a través de  lo que consideraban impuestos absolutamente abusivos. El descontento generalizado, los ideales ilustrados y la indiferencia del gobierno inglés ante sus protestas hicieron el resto. El Motín del Té (1773) iniciaría el principio de una nueva guerra en donde Francia tendría un papel decisivo, ya que desde un principio Luis XVI decidiría apoyar la rebelión dotando a los colonos de hombres, armas y financiación. Su estrategia era clara: participando indirectamente en la contienda vengaba la derrota francesa, pero también alimentaba la esperanza de poder recuperar los territorios americanos perdidos.

A pesar de que muchas investigaciones han intentado arrojar luz sobre este punto, todas concluyen en que, independientemente de sus motivaciones más personales, La Fayette pidió ser enviado junto a los destacamentos franceses que partirían a América. Siendo desautorizado por el rey y reprendido por su propia familia, La Fayette sería enviado a Londres para apaciguar los ánimos de un Jorge III que amenazaba con una nueva guerra si Luis XVI prestaba auxiliaba a las colonias. Con la determinación de viajar hacia América, a su regreso el aristócrata siguió en contacto con algunos rebeldes y compañeros de armas para preparar su marcha a Marsella. Desde esa ciudad partiría al Nuevo Mundo en abril de 1777 para llegar a su destino dos meses después. Inexperto pero deseoso de participar en un conflicto que representaba para él la lucha por la libertad, se lanzaba a la aventura con apenas 19 años.

Desde su llegada La Fayette se reveló como alguien indispensable. A su formación militar se unía un precario conocimiento del inglés (idioma que dominaría en poco tiempo) que favorecería la comunicación entre los oficiales del Ejército Continental y los oficiales franceses reclutados. Nombrado general mayor por el Congreso Continental, pronto se convertiría en uno de los hombres de confianza de George Washington. Junto a éste el marqués participaría con bravura en numerosos enfrentamientos, siendo en la Batalla de Brandywine donde demostraría su valor. Herido gravemente en una pierna, conseguiría reunir y reorganizar las tropas antes de permitir ser tratado, y ante su eficiencia Washington (comandante en jefe del Ejército Continental) pediría que el francés fuera promocionado. Después de un período de convalecencia, La Fayette volvería a la lucha obteniendo el dominio de una división con la que derrotaría a una fuerza enemiga en la Batalla de Gloucester.

La Fayette y uno de sus hombres

El crudo invierno americano le serviría para entablar relación con sus hombres, con los que confraternizaría. Impedido para realizar operaciones militares, en Valley Forge se le instó a reunir fuerzas para un eventual ataque a Canadá. Si bien no pudo, sí logró hacerse con el apoyo de los Oneida. Y es que el Ejército Continental seguía teniendo serias dificultades que solventar: al nulo conocimiento militar había que sumar la baja calidad de su armamento y la inferioridad numérica. Por ello, La Fayette se esforzaría en establecer colaboración con tribus nativas. Al mismo tiempo que llegaban noticias que parecían confirmar la intervención de Francia y España en el conflicto, La Fayette volvería a ponerse al frente de una división cada vez más numerosa en diversos combates como la famosa Batalla de Monmouth.

La ayuda francesa una vez se materializase la alianza fue determinante. Después de un breve período en Francia donde La Fayette intentó llevar a cabo una invasión fracasada a Gran Bretaña, éste volvería a embarcarse hacia América con la promesa del rey de refuerzos. A su regreso sería el enlace entre Washington y el general Rochambeau, siendo La Fayette percibido como un elemento fundamental en la revolución al imbuir de entusiasmo y valor a sus hombres. La participación de Francia en el conflicto no desplazaría del todo a La Fayette, a pesar de que las relaciones entre el aristócrata y algunos líderes de las fuerzas navales y terrestres enviados por Luis XVI fueron tirantes. La colaboración entre La Fayette y Rochambeau fue fructífera, aunque no fácil. Con personalidades y visiones diferentes, el marqués dejaría de liderar momentáneamente su división para desplazarse por diversas ciudades en busca de refuerzos. Mayor entendimiento tendría con el Barón von Steuben, con quien realizaría algunas ofensivas conjuntas a partir de 1881.

Objetivo de Cornwallis, el aristócrata francés se mediría en fuerzas con su rival en la Batalla de Green Spring, en la Batalla de los Cabos de Virginia y en la decisiva Batalla de Yorktown, donde La Fayette tuvo un papel destacado. Con la guerra a punto de acabar, retornaría a Europa siendo recibido en Francia como un héroe. Promovido a mariscal de campo por el rey, trabajaría junto a Thomas Jefferson para establecer acuerdos comerciales entre las otroras colonias y Francia.


Retrato del Marqués de La Fayette

Finalizada definitivamente la contienda, La Fayette volvería a América en 1784 para visitar una gran mayoría de estados. Allí, honrado y con numerosos reconocimientos (entre ellos, ser declarado ciudadano natural "por nacimiento" de los Estados Unidos), abogaría por la construcción de un estado de iguales. Durante el resto de su vida siguió trabajando para que las relaciones entre Estados Unidos y Francia fueran amistosas y no renunció a cultivar su camarería con hombres tan notables como Franklin, Jefferson o Adams. Su muerte, el 20 de mayo de 1834 a los 76 años, sumiría en un profundo dolor tanto a franceses como a estadounidenses.

Bibliografía:

Barnes, Ian, and Royster, C. The Historical Atlas of the American Revolution, New York: Psychology Press, 2000.

Floristán, A. (Coord.). Historia Moderna Universal, Madrid: Alianza Editorial, 2004.

Payan, G. Marquis de Lafayette: French Hero of the American Revolution, New York: The Rosen Publishing Group, 2002.

Sánchez, L. A. Historia general de América. Vol. 1: Editorial Ercilla, 1956.

Imágenes:

(1) Portada e imagen 1: Aliados y amigos, La Fayette y Washington supieron entenderse y trabajar juntos. El primero honró al americano poniendo a uno de sus hijos su nombre (Georges Washington de La Fayette) y el segundo fue su valedor durante la guerra, a pesar de tener algunas diferencias ideológicas.


(2) Imagen 2: Legendaria sería la insospechada amistad del francés con algunas personalidades. Además de sus relaciones con diversas tribus nativo americanas, era un declarado abolicionista. Se uniría a la Sociedad de Amigos de los Negros, donde defendería la igualdad en derecho para los negros libres. Asimismo abogaría por  la prohibición del comercio de esclavos.


(3) Imagen 3: A raíz de su fallecimiento, en Estados Unidos el Marqués de la Fayette recibiría los mismos homenajes que George Washington. Si bien su figura es más discutida en Francia, en suelo estadounidense sigue siendo un icono revolucionario. Muchos monumentos y ciudades portan su nombre.

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Sobre la autora:


Romina Martínez
Licenciada en Historia por la Universidad de les Illes Balears (UIB), diplomada en Historia de les Illes Balears por la UIB y con el Máster de Formación del Profesorado (especialidad Geografía e Historia) por la misma universidad. Desde el 2012 colabora en diversos medios digitales que ha compaginado con la gestión de su propio blog llamado Tempus Fugit.


martes, 17 de enero de 2017

La metrópolis frente a las Trece Colonias: antecedentes de la independencia

Tras la Guerra de los Siete años (1756 – 1763), un conflicto que estuvo presente desde Filipinas hasta el Mediterráneo pasando por el Índico y el Caribe, la necesidad de reorganización política y económica del Imperio Colonial Británico era evidente. Con la Paz de París (1763), se marcó el hundimiento del imperio colonial francés y el triunfo del poderío colonial inglés; sin embargo, esta victoria llevó al Imperio Británico a la secesión, pues sus estructuras se habían vuelto más complejas y la población se había expandido enormemente.

Además, las cámaras coloniales se habían convertido en una especie de Parlamentos, por lo que las colonias gozaban de una gran autonomía, algo que no agradaba especialmente a la metrópoli, pues el gobierno de Jorge III comenzó a plantearse la posibilidad (como ya hicieron Francia y España) de expandir el control político sobre los territorios coloniales para costear el proceso de centralización política absolutista por medio de la extracción de mayores beneficios fiscales y económicos. Para este fin se creó el Ministerio del Departamento Colonial, que tenía como función centralizar la información y facilitar la toma de decisiones en lo concerniente a las colonias.

De esta manera, Jorge III se propuso convertir las trece colonias americanas en lugares al servicio de la metrópoli, comenzando con este objetivo una carrera llena de nuevas leyes y prohibiciones. 


Retrato de Jorge III del Reino Unido por Allan Ramsay (1762)

En 1763 decretó determinadas tierras como reservas para indígenas, de modo que ninguna de las trece colonias reclamase los derechos sobre ellas. También se dictaron leyes para cambiar el régimen fiscal colonial y conseguir así mayores ingresos para costear los crecientes gastos de la nueva administración: una de ellas fue la polémica Ley del Azúcar (1764) cuyo primer objetivo era recaudar impuestos a través de la importación a las colonias de melaza provenientes de otras colonias no británicas. Aunque esta ley redujo la tasa a la mitad, hasta el momento apenas se había cobrado debido a una masiva evasión de impuestos por parte de las colonias, por lo que en realidad suponía la imposición de un nuevo impuesto. Además, con la misma ley se aumentaron los gravámenes a las importaciones de manufacturas.

Otra de las leyes decretadas fue la Ley del Timbre (1765), que generó un fuerte clima de violencia, por lo que tuvo que ser cancelada en 1766. Se trataba de la imposición (sin la participación de las asambleas de colonos, de lo que surgió la protesta “no taxatation without representation”) de un impuesto unido a cualquier documento (publicaciones, papel oficial, periódico, facturas comerciales…) que circulara por las colonias.

A comienzos de los años setenta, la Corona le concedió el monopolio del comercio del té a la Compañía de las Indias Orientales, lo cual provocó el enfado de las colonias, que dejaron de adquirir té o destruyeron el que les llegó. Este alboroto tiene su episodio más representativo en la conocida Tea Party en 1773: los habitantes de Boston echaron al mar la carga de las naves cargadas de té, y como castigo, se aprobaron en 1774 unas Leyes Coercitivas por las que se cerraba el puerto de la ciudad hasta que se pagasen los daños causados. 


Litografía del Motín del Té en Boston (1846)

Todos estos conflictos entre metrópoli y colonias fueron caldeando los ánimos de los habitantes americanos, que veían cómo su autonomía desaparecía a favor de una política mucho más metropolitana. Además, los problemas económicos y sociales contribuyeron a separar las colonias de la metrópoli y a generar una mentalidad continental norteamericana distinta del resto del imperio.

Por ello, el 5 de septiembre de 1774, se celebró un congreso de las colonias inglesas continentales en el que se consideraba injusto el trato recibido por la corona. En dicho congreso elaboraron la Declaración de los Derechos y Agravios dirigida a Gran Bretaña, en la cual se reconocía el derecho del Parlamento a regular el comercio exterior, pero se defendía el derecho de las colonias a manejar sus propios asuntos internos sin intervención del gobierno imperial. Esta declaración conformó el “prólogo” de la independencia, que llegaría tan solo un par de años después.

La lucha por la independencia no pretendió la libertad y la democracia, sino la protección de la autonomía que en los territorios coloniales ingleses en América habían tenido hasta el momento, y que el gobierno de Jorge III les estaba intentando arrebatar en favor de la metrópoli, aunque sin olvidar la evolución experimentada por las colonias en los años anteriores y la existencia de una mentalidad cada vez más diferente de la dominante en Gran Bretaña.


BIBLIOGRAFÍA

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Paul Adams, W., Los Estados Unidos de América. Madrid: S. XXI. 1979.
Bennasar, M. B., Jacquart, J., Lebrun, F., Denis, M., Blayau, N., Historia Moderna. Madrid: Akal. 1998.

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