viernes, 30 de septiembre de 2016

Reseña: Europa ante el espejo (Josep Fontana)

La construcción sociopolítica, cultural y religiosa de lo que hoy reconocemos como Europa o “lo europeo” es fruto de un complejo y largo proceso. Tanto desde los libros como las aulas nos gusta ver el origen de esta construcción en el mundo grecorromano, desde donde se suele trazar una línea ascendente hasta el presente basándonos en una serie de evoluciones y mejoras técnicas que nos han permitido avanzar. Sin embargo esta visión progresiva de la historia se ha ido agotando gracias a publicaciones como la que hoy os reseñamos.

Europa ante el espejo es un libro breve (poco menos de 200 páginas), en el que se aborda la construcción de Europa a partir del reflejo que le han ido proporcionando a lo largo de la historia una serie de espejos deformantes, compuestos por el reflejo de aquellos “otros” que en cada etapa de la historia se han considerado la antítesis de lo civilizado. La división interna de esta obra dedicará un capítulo a cada uno de estos espejos.

El primer capítulo se titula “el espejo del bárbaro” y en él nos muestra cómo el concepto de lo griego primero y de lo romano después, se fue construyendo de forma paralela al de bárbaro. En él se nos muestra como frente a lo griego se situaba lo persa, frente a las libertades y pensamientos griegos, el despotismo político y cultural del persa.

En el segundo capítulo, “el espejo cristiano”, analiza el uso de la religión y la legitimación del poder en el Imperio Romano, explicando el paso de las tensiones con los grupos cristianos de los siglos I-III d. C. a la adopción del cristianismo como religión oficial del imperio y su dotación de los recursos para que fueran una de las estructuras del poder frente al paganismo y las distintas corrientes existentes dentro del cristianismo.

En “el espejo feudal” (tercer capítulo) se trata con cierto escepticismo la caída del Imperio Romano en manos de los pueblos germánicos, ya que el Imperio Romano de Oriente seguiría existiendo mil años más y, dentro de los territorios del Imperio Romano de Occidente, se tendió a no cambiar las estructuras que habían regido el imperio hasta entonces, con mayor o menor éxito. En este cambio siguió teniendo un papel muy importante el cristianismo como aglutinador y legitimador del poder. Es especialmente interesante, ya que busca romper con el pensamiento de que la caída del Imperio Romano supone una catástrofe, y muestra este pensamiento como el fruto de un discurso moderno que ha dejado su impronta en la identidad europea.

Los capítulos cuatro y cinco, “el espejo del diablo” y “el espejo rústico”, se profundiza en la construcción de estos reinos germánicos occidentales frente a las creencias y las culturas populares durante la Baja Edad Media. La alteridad de estas sociedades eran la herejía (cátaros, bogomilos, valdenses), el islam y las expresiones culturales que, aunque en el siglo XVI se empezarán a diferenciar, hasta entonces formaban parte de una cultura en la que participaban todos los estamentos sociales.

“El espejo cortés” (sexto capítulo) vendrá a reforzar esa crítica y cierto desprecio hacia la cultura popular, consecuencia de la creación de una cultura de élite seguida por los estamentos con mayor poder adquisitivo. La cultura del libro, la caballería, la ciencia, la moda, los bailes cortesanos y la religión oficial, frente a la superstición, el carnaval y las creencias marginales como el judaísmo o el islam.

El capítulo séptimo está dedicado al encuentro entre lo europeo y lo indígena o salvaje. En él se explica cómo el recién descubierto salvaje es ese otro al que lo europeos querrán domesticar en su pretendida superioridad cultural y religiosa.

El capítulo octavo corresponde una crítica precisamente a la idea del progreso que hemos expresado en las primeras líneas de esta reseña, y que se justifica a partir de esa superioridad técnica que permite a Europa ser la potencia principal durante los siglos XVI-XX. Es en la creencia en el progreso a partir del cual se generan una serie de modelos de Estado a la europea que se deben seguir para mejorar todos y cada uno de los territorios del mundo. El pasar del campo a la industria, del comercio local al ideal del libre comercio.

El penúltimo capítulo, “el espejo del vulgo”, habla en primer lugar de la construcción del “Estado Moderno” y como consecuencia de este, el "Estado-Nación" con las revoluciones de masas y la aparición de los gobiernos representativos. También dedica algunas líneas al nazismo y a la creencia casi racista soslayada de la superioridad de la cultura occidental.

“Fuera de la galería de los espejos” es el último capítulo que a modo de conclusión reflexiona sobre la deriva de estos reflejos y el papel general que han tenido estos espejos deformantes en lo que hoy conocemos como Europa. Una Europa que según el autor se ha empeñado en ir levantando muros hacia sus alteridades, que da la espalda a la inmigración y que se mira el ombligo, y donde termina diciendo que este hermetismo es lo que puede llevarla a la disolución.

Lo imprescindible de entender en este libro es captar que la existencia de puntos de inflexión de fechas y actos concretos que se estudia en algunos manuales y libros de texto de historia es una invención. Además de que es preciso entender los cambios en la historia como una confluencia de multitud de factores, no solo políticos o económicos, también sociales, religiosos, culturales, militares, etc. Es necesario aprender a huir de la mitificación de los grandes hitos y las grandes figuras históricas para comenzar a comprender la complejidad de los distintos procesos que han protagonizado la deriva histórica, que no siempre fue a mejor porque el mundo no funciona ni ha funcionado nunca de manera lineal y progresiva.


Por ello el libro de Josep Fontana me parece fundamental para todo aquel que quiera iniciarse en hacer historia, partiendo de una base que nos ayude a comprender de una forma más cercana las distintas realidades, historias y verdades que existen y que han dejado una huella en la ciencia occidental que tardará en irse, si es que algún día lo hace.


Referencia completa de la obra: FONTANA, J. Europa ante el espejo, Barcelona: Crítica, 2010.


martes, 27 de septiembre de 2016

El legado de Livia: emperatriz virtuosa

El uso de la imagen de las princesas y emperatrices romanas en la religión y política del imperio fue una constante a lo largo de toda la era imperial. La actitud, actuación y comportamiento manifestado por éstas tuvieron un peso importante de cara a la esfera pública, pues en ella residía el ejemplo de virtud femenina necesaria para la estabilidad del imperio en todas sus vertientes. Para que una emperatriz fuera digna de recibir honores, títulos, divinización y una clara aprobación por parte de los historiadores e intelectuales de su época, debía cumplir con unas series de características reconocidas y recopiladas en un estándar idílico. Sin embargo, para que todo estándar cobre forma, siempre ha de haber una primera premisa que sirva de ejemplo y marque el camino idóneo a seguir a lo largo del tiempo. Indudablemente, la emperatriz que sentó las bases y se erigió como primer y auténtico modelo de virtudes fue Livia, la esposa del emperador Augusto.

Tradicionalmente ha trascendido el dicho que detrás de todo gran hombre siempre hay una gran mujer. En este caso, esta afirmación ha sido sustentada en las diversas premisas que expondremos a continuación. La domus imperial se erigía como familia idílica y ejemplar para el resto de ciudadanos, si Augusto fue un hombre modelo a vista de todo el imperio, su mujer así también lo debía ser. Las buenas virtudes de una emperatriz eran consideradas efecto de la buena acción de su marido, y como tal les servían al mismo de honra y gloria. Por consiguiente, al ser considerado Augusto el mejor de los emperadores y el mejor de los hombres, no sería descabellado pensar que por aquel entonces Livia debió de erigirse como la mejor de las mujeres, cuyas acciones y virtudes honraban y glorificaban a la figura de Augusto. Asimismo, la imagen del imperio como una gran familia otorga a Livia un estatus simbólico privilegiado frente al pueblo romano como mater patriae, conformando junto a su esposo la pareja idílica de parentes patriae, de tan relevante significado propagandístico en la ideología imperial. Unos títulos asumidos solo simbólicamente, puesto que tales nombramientos no fueron concedidos hasta Julia Domna, por la clara vinculación de éstos con la actividad pública.
La elaboración del modelo de emperatriz basado en Livia respondía a la asimilación de unas series de virtudes acorde con la tradición romana, cuya ideología muestra como referente clásico a las matronas. Aunque Livia no fue la primera mujer en recibir honores, ni en aparecer en las monedas imperiales, ni tan siquiera fue la primera mujer de la domus imperial en ser declarada diva; sí fue la emperatriz que más variedad y cantidad de honras recibió, del mismo modo que fue su culto el que más trascendencia tuvo. Innumerables virtudes y asociaciones, tanto imperiales como divinas permitieron definirla como la emperatriz más virtuosa. Cualidades como la fidelidad, concordia, piedad, fecundidad, modestia o castidad eran atribuidas a Livia y se procurará atribuir a las emperatrices que seguían su ejemplo.
Livia ocupó muy pronto una posición privilegiada en la sociedad romana a diferencia de otras mujeres. Gracias a las leyes dictadas por su esposo, Livia no sólo tenía garantizada su protección, sino además, tanto a ella como Octavia fueron liberadas de la titula masculina a la hora de dirigir sus propios asuntos. Tales privilegios hizo de Livia una mujer rica, aunque públicamente intentó mostrar siempre una imagen austera sin ostentación de lujos. Característica también muy relacionada con las matronas romanas. Asimismo, la gran personalidad de Livia la llevó a convertirse en uno de los personajes más atractivos para la propaganda oficial. Sus prácticas evérgetas beneficiaron a muchas ciudades y familias con problemas económicos. La sociedad romana supo reconocerle sus prácticas, méritos y posición contribuyendo en la enorme cantidad de honores y honras hacia su persona, no sólo una vez muerta, sino también en vida. La variedad y el exceso de pleitesías en honor a la emperatriz se percibe por todo los recovecos del imperio, tanto así que su recuerdo perduró  en la sociedad romana durante mucho tiempo.
Sin embargo, aunque su imagen trascendió a lo largo del tiempo como ejemplo de virtud femenina, no todas las fuentes literarias que hablan de Livia hacen honor a sus virtudes. De hecho, la imagen que se ha ofrecido de la emperatriz siempre ha sido de lo más distorsionada y contradictoria. Esto es un factor importante a tener en cuenta a la hora de analizar la imagen de cualquier personaje histórico, pues la información extraída de las fuentes siempre va atender a unos intereses concretos. Por ese motivo debemos de analizar las fuentes lo más minuciosamente posible, atendiendo siempre a las circunstancias y al contexto del autor.
Las obras de Suetonio, Tácito, Dión Casio entre los autores greco-latinos componen el cuerpo literario que presenta y describe la imagen de Livia. Tácito por su parte nos ofrece un perfil de la emperatriz bastante negativo. La imagen que transmite de ella es la de una mujer dura y dominante, en una posición acomodada por ser esposa y madre de emperador. En cierto modo, el autor carga sobre ella las muertes de los miembros de la familia Iulia que se interponían en el camino hacia el ascenso al trono de su hijo Tiberio. Por otro lado, Dión Casio ataca a la emperatriz por el deseo de ésta de involucrarse en asuntos de poder y recibir exceso de honores. Mientras, en cambio, Veleyo Patérculo, Valerio Máximo y Séneca parecen emitir juicios más amables de esta mujer. Junto a ellos, contrasta además toda la información recapitulada por la cantidad de representaciones iconográficas, estatuas, monumentos, monedas e inscripciones, donde se manifiestan afectos y homenajes a su persona.
Otro de los aspectos más característicos a destacar es que, pese a la idea de vincular a los emperadores de la dinastía Julio-Claudia con la figura de Augusto, la verdadera responsable y autora de dicha dinastía fue su mujer, Livia. La emperatriz era esposa de Augusto, madre de Tiberio, bisabuela de Calígula, abuela de Claudio y tatarabuela de Nerón. Su persona unía y vinculaba a todos los emperadores miembros de la dinastía Julio-Claudia. Todo ello, por supuesto, tras recibir la adopción de su esposo una vez que este falleció.
El ascenso progresivo de la esposa de Augusto hasta lograr el estatus divino se refleja en los cambios de su nombre, de hecho las transformaciones producidas en su nombre repercutieron en su posicionamiento tanto político como religioso. Durante su matrimonio con Augusto, la emperatriz se llamaba Livia Drusilla, a la muerte del mismo pasó a llamarse Iulia Augusta, y tras su deificación en el reinado de su nieto Claudio, fue finalmente apodada diva Augusta. La intervención de Livia en la deificación de su esposo, así como su nombramiento como Iulia Augusta y flamínica del culto a su esposo fue crucial, no sólo para la consolidación oficial del culto imperial en Roma, sino para que en torno a ella se fuera consolidando una imagen idílica que la llevó a su propia deificación años más tarde de su muerte en la capital, y la rendición de cultos y honores como diva en las provincias estando aún con vida. Ser la mujer y sacerdotisa de un dios y pertenecer a una familia de origen divino, hace pensar cuales fueron las principales razones por la que Claudio, a pesar del tiempo trascurrido desde la muerte de su abuela, quiso divinizar a Livia.

El ascenso de Livia a la escala divina fue decisivo en la legitimación de aspectos relacionados con la cuestión dinástica. Por medio de su divinización, Claudio conseguía legitimar su poder y actitud de gobernante de manera sacra, al convertirse en nieto directo de una diosa y por consiguiente, miembro de la domus divina. La necesidad partía de que Claudio, ni por nacimiento, ni por adopción descendía del divus Augustus, y solo podía justificar su vinculación con el fundador del Principado a través del parentesco con su abuela Livia. Asimismo, al no contar con ningún vínculo directo con Augusto, tampoco podía tener ningún carácter divino, por lo que la deificación de su abuela le sirvió también como legitimación divina, al consagrarse como nieto de diosa.
Tras ser divinizada, fueron acuñadas monedas conmemorando a la nueva diva, donde fue representada sobre un carro que la conducía al cielo. Además, Claudio mandó a colocar en el templo del divino Augusto una estatua de su abuela de manera que se adoraba a la nueva pareja de divi y su culto fue concedido a las vestales.

Bibliografía

Cid López, R. “Livia versus Diva Augusta. La mujer del príncipe y el culto imperial”,  Arys, 1, (1998), pp. 139-155.

Mirón Pérez, Mª D., Mujeres, religión y poder: el culto imperial en el occidente mediterráneo. Granada, Universidad de Granada, Instituto de Estudios de la Mujer, 1996.

Hidalgo de la Vega, Mª J., “Emperatrices paganas y cristianas: poder oculto e imagen pública”. En Mujeres en la antigüedad clásica. Género, poder y conflicto, Domínguez Arranz, Almudena. (ed.), pp. 185-207, Madrid: Sílex, 2010

Hidalgo de la Vega, Mª J., Las emperatrices romanas: sueños de púrpura y poder oculto. Salamanca. Ediciones Universidad Salamanca, 2012.

Lozano Gómez, F., “Santuarios tradicionales para nuevas divinidades: el templo de Livia en Ramnunte” Arys, 5, (2002), pp. 47-64.

Posadas, J. L., Emperatrices y princesas de Roma. Madrid: Raíces, D.L. 2008 

Imágenes

http://turistasypiratas.blogspot.com.es/2015/04/rostros-con-historia.html
http://augusto-imperator.blogspot.com.es/2014/07/livia-la-gran-emperatriz.html

Sobre la autora:
Cristina Cardador Ruíz
Graduada en Geografía e Historia por la Universidad Pablo de Olavide, promoción 2011-2015. Interesada en la Historia Antigua y en la Historia de las Religiones. Realizó su Trabajo de Final de Grado sobre el culto imperial en Itálica. Actualmente cursa el Máster en Religiones y Sociedades organizado por la Universidad Pablo de Olavide y la Universidad Internacional de Andalucía.

martes, 13 de septiembre de 2016

69 d. C.: El año de los cuatro emperadores

Nerón fue declarado enemigo público de Roma poco antes de suicidarse. Al ser el último miembro de la dinastía Julio-Claudia por no haber conseguido tener descendientes con ninguna de sus dos esposas (con la segunda tuvo una hija que murió a los pocos meses de nacer), su caída del poder precipitó una guerra civil que amenazó con destruir el sistema político del principado, que había sido pensado precisamente para evitar este tipo de conflictos.

Tras la conspiración de los Pisones (un complot contra el emperador en el que se planeó su muerte, en el que estaba involucrado el senador Cayo Calpurnio Pisón), Nerón comenzó a dejar ver su miedo hacia los comandantes más famosos y la nobleza en general, a los que hizo perseguir de forma descarada. La carga económica de las extravagancias del emperador había ido en aumento con los gastos derivados del incendio del 64 d. C.: una muestra de ello es la reducción del porcentaje de plata en los denarios en los años 64 y 65. Nerón, además, llevó a cabo abusos tributarios a las provincias, lo cual provocó que muchas de ellas se rebelaran y quisieran dejar de pagar impuestos.


Busto de Nerón, Giovanni Battista (Museo del Prado)

Esta situación provocó descontentos en todas las capas de la sociedad (especialmente en las superiores al ser atacadas directamente por las sospechas del emperador). Tácito cuenta como a Nerón se le apartó del trono “mediante mensajes y rumores, más que por la fuerza de las armas”.

Una vez que Nerón hubo abandonado la ciudad, la guardia pretoriana aclamó a Galba (un anciano consular de la nobleza republicana con un espléndido historial militar a sus espaldas, que llevaba ocho años gobernando en la provincia de la Hispania Tarraconensis). La vía política dejaba así paso a la vía militar: como afirma Tácito, en la primera crisis del principado se descubrió “el secreto del poder”, que no era otro que el control de los ejércitos provinciales. Por ello, es este momento cuando las provincias adquieren un verdadero protagonismo político frente a Roma e Italia, situación que se corresponde con la rivalidad económica ya existente entre ambas.

El Senado, que había declarado a Galba enemigo público de Roma por rebelarse ante la política fiscal de Nerón, condenó a éste (que se suicidó en la villa de un liberto) y proclamó a Galba emperador en junio del 68 d. C.


El emperador Galba, Taller Italiano (Museo del Prado)

La nobleza vio en el nuevo emperador a alguien capaz de velar por sus intereses y por la recuperación de la economía del Imperio, gravemente dañada tras los gastos llevados a cabo por Nerón. Además, al contrario que el anterior emperador, Galba trató de congraciarse con la población eliminando algunos impuestos y poniendo trabas a la actuación de los procuradores imperiales. Sin embargo, la pretendida reducción de gastos degeneró en avaricia: aunque en principio el emperador había recibido el apoyo de los soldados para llevar a cabo su reinado, pronto se pusieron en su contra al ver que no se les compensaba con los donativa prometidos cuando era aspirante al gobierno del Imperio. Por ello, los pretorianos lo eliminaron y los senadores propusieron al gobernador de Lusitania, Marco Salvio Otón (que, estratégicamente, había basado su propaganda política en su carácter generoso) como nuevo emperador.


Moneda de Otón 

Simultáneamente, Aulio Vitelio, gobernador de Germania Inferior, había sido ya nombrado emperador por su propio ejército, formado por las tropas del Rin. Aunque Otón contaba con el apoyo militar de las provincias occidentales, sucumbió ante la avalancha de las fuerzas de Vitelio en abril del 69, por lo que éste fue reconocido como emperador por el Senado. Para garantizar su seguridad personal, Vitelio retiró a los pretorianos del servicio activo y consiguió el apoyo de las legiones mediante promesas y donaciones que luego no resultaron ser tan efectivas como el emperador hubiera querido, pues surgirían sublevaciones en los ejércitos orientales que se pronunciaron a favor de Vespasiano, que cosechaba éxitos en Palestina, donde había sido destinado por Nerón antes de morir para parar las revueltas originadas en Judea en el 66 d. C.


Vitelio, Anónimo (Museo del Prado)

Vespasiano contaba con el apoyo de siete legiones y varios gobernadores provinciales, entre ellos el de Egipto, Tiberio Julio Alejandro (muy importante al ser este lugar el “granero” del Imperio). El apoyo provincial resultó decisivo para la victoria de Vespasiano en el 69 d. C., dado que la rivalidad planteada entre él y Vitelio solo podía resolverse mediante confrontación militar. Muerto Vitelio en Cremona (tras intentar en vano pactar con el nuevo emperador), Vespasiano preparó su marcha hacia Roma, que no llevaría a cabo hasta finales del año siguiente.

El nuevo emperador, primer miembro de la dinastía Flavia, llegó a restaurar el sistema imperial gracias a su acertado programa de administración, en el que la unidad del ejército y la reactivación económica de base presupuestaria e impositiva fueron los puntos clave.


Vespasiano, Giovanni Battista (Museo del Prado)

En el año 69, el Imperio sufre una crisis producida no solo por las carencias económicas provocadas por las circunstancias dadas en el gobierno de Nerón, sino por la ruptura de la línea sucesoria de la dinastía Julio-Claudia y los conflictos militares surgidos a partir de la misma, que amenazarán constantemente la unidad romana. Si se puede obtener una conclusión de estos conflictos entre ejércitos, es que desde este momento Roma ya no era la clave para gobernar el Imperio, sino una ciudad más, pues comienzan a surgir emperadores en las provincias y su éxito dependerá del apoyo que reciban de los ejércitos provinciales.


BIBLIOGRAFÍA

Barrett, Anthony A. (ed.), Vidas de los césares. Barcelona: Crítica, 2009.
Bravo, Gonzalo, Historia del Mundo Antiguo. Una introducción crítica. Madrid: Alianza Editorial, 2012.
Rabanal Alonso, Manuel Abilio. “Consideraciones sobre la crisis de los años 68-69”. Lucentum nº1 (1982): 183 – 188.



IMÁGENES

Página Web Museo del Prado (museodelprado.es) 

http://www.tesorillo.com/altoimperio/otho/otho5.jpg

La Edad Moderna (Siglos XV-XVIII)

       Manual para el estudio de la Historia Moderna, publicado por la editorial Marcial Pons, Ediciones de Historia. Esta nueva edición del celebérrimo compendio nos ayudará en el aprendizaje y la consulta de las edades comprendidas entre el siglo XV y el XVIII.


martes, 6 de septiembre de 2016

La catedral de Burgos: una muestra de arquitectura gótica

En el transcurso de la historia, la arquitectura ha ido sufriendo un proceso evolutivo de gran importancia, gracias al cual en la actualidad tenemos grandes iconos de estas distintas épocas. Uno de estos cambios se produce con el paso de la Alta Edad Media a la Baja, cuando la burguesía comienza a distinguirse como un nuevo estamento social  dejando de ser compatible con la que hasta entonces era la arquitectura en uso, la románica. Pero no solo cambia la demografía y el modo de entender las nuevas villas, el hombre se interesa por otras cuestiones ampliando así sus horizontes más allá de Dios. Sin embargo, los principales referentes del gótico seguirán siendo de carácter religioso.

La periodización está bastante distorsionada, ya que el siglo XII es el románico el estilo artístico por excelencia, aunque en este mismo momento se produce la reforma de la  catedral de Saint Denis en 1140 con cabecera gótica, hecho que se repite por toda Francia 10 años después. El siglo XIII es la época clásica del gótico en arquitectura y se  construyen las catedrales más altas, mientras que en los siglos XIV y XV se produce una simplificación arquitectónica con un recargamiento ornamental. En el siglo XIII se desarrolla por el comercio y por el equilibrio político  entre el rey y la nobleza feudal. Pero en el XIV  aparecerá peste: se acaban las catedrales que estaban en construcción y se empiezan muy pocas siendo éstas más bien iglesias, mientras que el siglo XV se caracteriza por ser más internacional con tendencias comunes en toda Europa, convirtiéndose en un arte cortesano que viaja de corte en corte.

La catedral Gótica es la expresión en piedra del pensamiento cristiano pues es la elevación hacia Dios imitando su grandeza y luminosidad, con muros reducidos a lo más indispensable, elegancia arquitectónica y vanos gigantescos ya que el muro no es soporte solo un cubrimiento lateral que casi siempre es de cristal. Por estos procedimientos, surge la conocida bóveda de crucería que concentra todo el peso en los vértices. Dichas catedrales son urbanas y enormes, convirtiéndose en  centros cívicos y solo encontradas en las más ricas y grandes ciudades que en ocasiones rivalizaban para ver quien tenía más poderío. Es ahora cuando la figura del arquitecto deja de ser anónima, pasando a ser reconocidos como artistas llegando incluso a tener privilegios y poder vivir de ello.


Todas estas características están perfectamente reflejadas en una de las catedrales góticas más importantes de la Península Ibérica, la catedral de Burgos levantada sobre los cimientos de un edificio románico y cuyo comienzo de la construcción estuvo a cargo del arzobispo Mauricio en el 1221 con la colaboración del Fernando III el Santo. Su inicio sigue un esquema completamente francés a cargo del arquitecto que primero aparece documentado conocido como el maestro Enrique, que al parecer también se encarga de las obras de la catedral de León. Junto a los rasgos artísticos que tienen una fuerte relación con obras francesas como son la catedral de Chartes o la de Reim, la índole ideológica está marcada con la monarquía viéndose reflejada en esta gran obra con figuras en relieve tanto de personalidades de la nobleza como son el Cid y su esposa Doña Jimena y miembros de la familia real. En Burgos, en pleno corazón de Castilla, otro de los maestros encargados de la obra, el maestro de las Torres, toma de Reims una triple manifestación de la realeza con la iconografía, la historia y el estilo que ya Alfonso X el Sabio preconiza. Aunque en el plano decorativo se entremezcle lo monárquico y lo naturalista, el interior no deja indiferente a nadie. Con una planta de tres naves con un crucero muy alargado y una girola de tramos de bóveda trapezoidales, muestra al visitante una sensación de magnificencia y solemnidad.

 En la fachada podemos encontrar un cuerpo central en medio de dos torres, mientras que en el espacio central se presenta un hermoso rosetón calado y sobre él un tercer cuerpo con una gran celosía de arcos de tracería. El largo crucero se abre a ambos lados con dos portadas espectaculares llamadas del Sarmental y de la Coroneria, ambas con una riqueza escultórica tanto en jambas como en las arquivoltas. Es en el exterior donde encontramos vestigios de siglos posteriores, más concretamente las esbeltas agujas de su fachada y el esplendido cimborrio central de finales del siglo XV. La esencia de la Catedral y sobre todo el estilo gótico se ha mantenido en las remodelaciones que se han llevado a cabo en el siglo XVIII como fueron la sacristía y la capilla de santa Tecla, en las cuales se utilizaron piedra caliza. Tanto en su planta, como en su concepción espacial y realización práctica la Catedral de Burgos responde a modelos del gótico más puro de la Francia del siglo XIII.


Declarado Monumento Nacional en 1885 y Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1984, es el templo católico de mayor rango en toda Castilla y León  y el único de toda España con distinción de forma independiente sin estar unido al centro histórico de la ciudad o a otros edificios. Sin duda, es una muestra del esplendor de un estilo arquitectónico que nos lleva acompañado a lo largos de la historia.
               

Bibliografía

Franco Mata, Á. “Alfonso X el Sabio y las Catedrales de Burgos y León”.Norba: revista de arte nº7 (1987).

Valdearcos, E. “El arte gótico”. Clio 33 (2007).

Imágenes

https://es.wikipedia.org


Sobre la autora



Lucía Lobato Hidalgo

Graduada en Geografia e Historia por la Universidad Pablo de Olavide, promoción 2011-2015. Interesada en la Historia Moderna y en la Historia del Arte, realizó su Trabajo Fin de Grado sobre los Bienes de Difuntos de Emigrantes Zafrenses en el siglo XVI. En la actualidad se dedica a impartir clases particulares y el próximo curso empezará un master enfocado en gestión cultural en la Universidad de Valladolid.

viernes, 2 de septiembre de 2016

El Príncipe, la Corte y sus Reinos. Agentes y prácticas de gobierno en el mundo hispano (ss. XIV-XVIII)

       Esta obra prologada por el profesor José Martínez Millán, reflexiona sobre la articulación de las cortes de los reinos y territorios de la Monarquía Hispana. A través de las relaciones personales de los cortesanos establecerán los vínculos constitutivos de la Monarquía. En consecuencia, esta perspectiva nos permite estudiar una amplia gama de agentes del poder monárquico: desde los primeros cargos del gobierno de la misma (virreyes, embajadores o ministros), los cargos eclesiásticos (obispos, arzobispos, inquisidores, predicadores o confesores), hasta individuos singulares que tuvieron contacto o interés con las dinámicas políticas de la Monarquía en cada momento: comerciantes, escribanos, consejeros, etc.