martes, 17 de octubre de 2017

El discurso de Pericles. Atenas como ideal democrático

El devenir histórico de la Polis ateniense vio su curso marcado por importantes alteraciones en su estructura política: desde su constitución prístina en la que las magistraturas sólo eran accesibles para la aristocracia, donde “ciudadano” era sinónimo de “compañero de linaje”, hasta el régimen isonómico/democrático, el cual, pese a las restricciones legales que dificultaban el acceso a la ciudadanía, era esencialmente opuesto al anterior. Si la primera etapa quedó bien reflejada en los poemas homéricos, la naturaleza de la última queda retratada en los tres discursos pronunciados por Pericles, los cuales fueron recogidos por Tucídides en los dos primeros libros de su Historia de la Guerra del Peloponeso, siendo el segundo de ellos (II 35 - 46) el más emblemático y, por ende, sobre el que versará el presente artículo.

Además de ser uno de los elogios fúnebres más famosos de toda la literatura, el mencionado alegato, a priori una parte más del ceremonial, celebrado en 431 a.C., en memoria de los caídos tras el primer año de la guerra mantenida por Atenas y Esparta junto a sus respectivos aliados, es en realidad uno de los más hermosos elogios dirigidos a Atenas y a lo que esta representaba. Se trata de un manifiesto en primicia del espíritu de su sistema de gobierno, la Democracia, y del carácter y modo de proceder de este pueblo, constituyendo a su vez una justificación de su política imperialista.


Se ha de matizar desde un principio que este no es un artículo de Historia Política ni de Sociología, sino de Historia de las Ideas, por lo que, en este caso, la intención no es dilucidar la exactitud histórica del gobierno ateniense, el cual, evidentemente, aparece idealizado en el Discurso; se trata de analizar el documento en sí, cuya relevancia reside en ser la expresión prístina de la teoría democrática y, particularmente, el reflejo que la propia Atenas creía ver de sí misma. No interesarán, por tanto, ni la opinión personal de Tucídides, ni sus intenciones; tampoco se tendrá en cuenta la posible objetividad o idealidad del texto.



Tucídides (c. 455 a.C. – c. 498 a.C.), político e historiador ateniense, autor de la Historia de la Guerra del Peloponeso.

El tema central del alegato es la exposición de los principios que condujeron a Atenas a esa situación de poder, y “con qué régimen político y a qué modos de comportamiento este poder se ha hecho grande” (II 36, 4), con la intención de demostrar la nula validez de las críticas oligárquicas pro-espartanas hacia el régimen de Atenas, que, por el contrario, es un modelo a seguir para el resto de poleis griegas, e incluso para comunidades extranjeras (cabe destacar que en la obra de Tucídides, por primera vez en la Historia, se engloba a griegos y bárbaros dentro de una misma realidad ontológica).


Pericles (c. 490 a.C. – c. 429 a.C), líder demócrata perteneciente al genos Alcmeónida, constantemente reelegido como strategos entre 443 y 431.

            De las primeras observaciones dadas por Pericles (II 37, 1) pueden extraerse tres ideas fundamentales: un nombre específico, igualdad ante la ley y consideración pública del individuo:

  Su nombre, Demokratia, se debe a que los asuntos del gobierno no dependen de unos pocos, sino de la mayoría, y siempre en favor de los intereses de esta mayoría (aunque no especifica quién la integra).

  La segunda idea que define es el tratamiento igualitario en lo que concierne a los asuntos privados; la ley otorga a todos los particulares los mismos derechos, políticos y civiles. Para el individuo, la igualdad supone la supresión de los privilegios ligados al nacimiento y la riqueza, antaño vinculados a la jerarquización social. Podría traducirse de la siguiente manera: el ideal de igualdad de la nobleza, destinado a mantener un equilibrio que evite una concentración excesiva de poder en uno de sus miembros (los homoioi espartanos o los pares de la nobleza medieval europea), se ha extendido a la totalidad de los ciudadanos; la Diké (justicia) ha dejado de ser una pena impuesta por las deidades al quebrantamiento del orden natural, para convertirse en un principio resultante del deliberar entre iguales.

  Desde sus primeros tiempos, los griegos se han caracterizado por una búsqueda compulsiva del honor (buen ejemplo de esto es la historia de Cleobis y Biton narrada por Heródoto,  Historias I 31), siendo el fin de toda carrera pública la consecución de una distinción personal. Pericles afirma que en la esfera de lo público se pone en funcionamiento la meritocracia, que, manteniendo el principio de igualdad, otorga el ejercicio de los cargos públicos en función de las capacidades personales de los individuos. La misma conjunción de fuerzas que, mediante el reconocimiento de la igualdad, conduce a eliminar la sanción jurídica que percibe las diferencias sociales como naturales, es la que, invirtiendo la situación, lleva a sancionar las diferencias naturales como las únicas diferencias sociales válidas en el ámbito jurídico. La asignación de un cargo público, por tanto, no dependerá ya de la suerte del individuo, sino de su valía, la cual no viene dada ni por su prestigio, ni por sus orígenes, ni por su condición social, sino por sus propias cualidades subjetivas, quedando así derogado el determinismo característico del pensamiento platónico. Todo esto, en suma, implica el reconocimiento de la diferencia individual en el interior de la igualdad general.

La Democracia hace compatible el trabajo privado con la dedicación en la vida pública; así prosigue su Discurso el general ateniense (II 37, 2; 38). Todos los ciudadanos tienen derecho a atender sus asuntos particulares, pero la extensión de la igualdad obliga a todos a prestar servicio al Estado, cosa que antaño sólo incumbía a la nobleza. Es necesaria, por tanto, la supresión del criterio de pobreza si se quiere convertir a todos los atenienses en ciudadanos efectivos, pues esa es la raíz de toda idea democrática. Dos principios que originalmente eran antagónicos se han hecho ahora conciliables. Para aliviar las fatigas resultantes de esta multitarea, los atenienses tienen a su disposición multitud de medios de esparcimiento, ya que la virtud de la Polis viene dada por el bienestar de los politai (ciudadanos), tal y como Aristóteles afirmará posteriormente.
           
El parágrafo que sigue (II 39) es una comparación entre las disciplinas militares y sistemas educativos de atenienses y espartanos: mientras que estos dedican su vida a alcanzar la fortaleza por medio de un entrenamiento de rigor excesivo, que reduce la complejidad humana al puro músculo, aquéllos vuelven a conciliar dos cualidades a priori antitéticas (el uso de la razón y la deliberación se une a la acción decidida y vigorosa).
           
El Discurso alcanza el momento del clímax al pronunciar la siguiente afirmación, que define de forma rotunda las virtudes del ser ateniense: “Amamos la belleza con sencillez y el saber sin relajación” (II 40, 1). El ateniense adopta como actitud vital el gusto por lo bello (Philokaloûmen), situándose en las antípodas de la monótona vida exclusivamente dedicada a la guerra que caracteriza al ser espartano. Pero ahí no queda la cosa, pues la belleza no se ama de cualquier manera, se ama con sencillez, de acuerdo al estilo de vida moderado y equilibrado del ateniense, con una literatura y unas manifestaciones artísticas capaces de evitar los excesos, muy diferente, a su vez, del ceremonial pomposo adoptado por el ser bárbaro de Oriente, quien cree haber encontrado la felicidad plena en la ostentación del lujo exagerado (se aprecian paralelismos con la conversación que mantuvieron Solón de Atenas y Creso de Lidia, relatada por Heródoto en Historias I 28 – 33). Junto a esto, su gusto por el saber no tiene como fin el jactarse de tener amplios conocimientos sin más, sino la búsqueda de la utilidad, pues el uso de la razón no persigue alcanzar la verdad absoluta, más bien resultados eficaces, adecuados a las circunstancias y destinados a la salvación de la Polis y el bienestar de sus habitantes. Al establecer estas diferencias, el demócrata ateniense se percibe a sí mismo como el máximo estadio de la evolución humana, capaz de razonar y actuar a un mismo tiempo.


Reconstrucción de la Acrópolis, símbolo del esplendor cultural de Atenas en el siglo V a.C.

Según dice el strategos, el impuesto establecido en Atenas para financiar a los asistentes a la asamblea popular permite a quienes viven en condiciones precarias prestar un servicio al Estado, lo cual les brinda una oportunidad para demostrar sus capacidades y, gracias a la meritocracia, cambiar su condición. No se reprocha la pobreza en sí, sino a aquella persona que rehúsa de la coyuntura que se le otorga para salir de esta, por no querer participar en la vida pública. Por primera vez en la literatura helénica se hace mención a la posibilidad de salir de la indigencia.
           
Pericles resume el pretendido preámbulo de su Discurso de la siguiente manera: “afirmo que nuestra ciudad es, en su conjunto, un ejemplo para Grecia” (II 41, 1), y por consiguiente, para toda la humanidad, dado que entre su público se encuentra gente de muy diversa procedencia; además, se debe tener en cuenta la conciencia general de humanidad propia de Tucídides, ergo todos ellos podrán llegar a ser demócratas algún día.
           
Llegados a tal punto de grandeza, los hechos hablan por sí solos, por ello “no necesitamos de ningún Homero que nos haga el elogio ni de ningún poeta que nos deleite de momento con sus versos (…) nos bastará con haber obligado a todo el mar y a toda la tierra a ser accesibles a nuestra audacia, y con haber dejado en todas partes monumentos eternos en recuerdo de males y bienes” (II 41, 4 - 5). Los hechos de Atenas llevarán en volandas la grandeza de la ciudad hasta la eternidad tal y como han sido, sin necesidad de engrandecerlos; los fracasos también merecen ser recordados, puesto que todos los proyectos concebidos por la Democracia ateniense, independientemente de su resultado final, han contribuido a demostrar su espíritu emprendedor y el valor de sus ciudadanos.
           
Finalmente, concluido el magnífico canto a los ideales de su patria, Pericles procede, de acuerdo con lo establecido en un principio, a elogiar a los caídos en su nombre (II 42 - 46).
           
Queda claro, pues, que la Democracia extiende al conjunto ciudadano la estructura nobiliaria de las sociedades oligárquicas (el ideal del héroe homérico), para lo cual, estas han tenido que renunciar a sus exclusividades: desprecio de la pobreza y del trabajo privado o físico, así como la creencia en una superioridad o inferioridad heredadas de los progenitores, dando paso por primera vez a la existencia de una verdadera comunidad. Las ideas de Pericles conforman uno de los más altos horizontes engendrados por la mente helena en su constante búsqueda de perfección. Pese a no dejar de ser, como reza en el encabezamiento de este artículo, un ideal (y como tal, desnaturaliza la realidad de la condición humana al suprimir mentalmente al menos la mitad de la misma), supone una aspiración que todo sistema democrático necesita preservar para constituirse como tal, al menos mientras se pretenda garantizar la dignidad del individuo y traducirla a derechos.


Bibliografía:

HERMOSA ANDÚJAR, A.: “Pericles y el ideal de la democracia ateniense”, Res Publica, 5 (2000), pp. 45-72.

RODRÍGUEZ ADRADOS, F.: La Democracia Ateniense, Madrid: Alianza Editorial, 1993.

SEALEY, R.: “Democratic Theory and Practice” en SAMONS, L.J. (coord.): The Cambridge Companion to the Age of Pericles, Cambridge: Cambridge University Press, 2007, pp. 238-257.

TUCÍDIDES: Historia de la Guerra del Peloponeso, II, Madrid: Biblioteca Clásica Gredos, 2015.


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Sobre el autor

Juan Manuel Ortega Madroñal
Estudiante de Historia por la Universidad de Sevilla. Sus principales áreas de interés se centran en la Historia Antigua, especialmente la Asiriología y el Mundo Clásico, así como la herencia que la Antigüedad ha legado a los períodos posteriores. Complementa sus estudios universitarios con exhaustivas lecturas de los historiadores griegos y romanos (siendo Tucídides y Tácito sus predilectos), junto con el aprendizaje de la filosofía política del Renacimiento.


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