martes, 7 de junio de 2016

Resquiescat in Pace: sobre la vejez y la muerte en la Edad Media

…mientras la fuerza, la mente y el calor natural del cuerpo humano no estén debilitados o desfallecidos, la piel no se arrugará, pues la disminución del calor natural que se enfría y se reseca impide y altera la alimentación del cuerpo, lo que provoca el desgaste de la piel y arrugas. 

Arnau Vilanova, médico, teólogo y embajador del siglo XIII 

La esperanza de vida en la Edad Media era muy superior a lo que normalmente pueda pensarse, quizás debido a ese punto oscuro que en la historiografía se le ha dado siempre a este largo periodo de la Historia. Es imposible aproximar una cifra exacta, pues ésta varió dependiendo del siglo y del lugar (y habría que tener en cuenta también circunstancias especiales, como las epidemias), pero nunca sobrepasó los 60-65 años.
  
Puede decirse que la ancianidad estuvo considerada de distinta forma dependiendo de la etapa medieval en la que se viviera. Desde los siglos V al XI, periodo de muchos conflictos bélicos tanto internos como externos, los viejos tenían como mejor solución apartarse de la sociedad, ingresar en un monasterio si sus riquezas se lo permitían  (pues previamente debían hacerse donaciones). La familia no solía hacerse cargo de las personas mayores, que dejaban de tener autoridad cuando perdían su fuerza física. Por ello, si eran pobres y no podían trabajar, quedaban relegados a la marginalidad.  

Entre los siglos XII y XIII se vive un periodo de reflexión sobre la etapa de la vejez: se es consciente de ella y su carácter ineludible, y se busca la forma de retrasar su llegada. En algunos fueros comienza a existir una normativa que hace que los hijos deban ocuparse de los padres si tienen capacidad económica para ello.
  
En los últimos años de la Edad Media, la ancianidad vive una etapa de contrastes. En los siglos XIV y XV, los ancianos recobran su autoridad debido a la gran cantidad de jóvenes que mueren con la peste. Los abuelos y las abuelas tienen un gran protagonismo en la vida diaria de las familias y son vistos como una fuente de experiencia, una cualidad muy valorada en una época en la que prácticamente nada quedaba por escrito. Por otro lado, la literatura y la moda se encargaban de desvalorizar la vejez, pues todo lo joven y nuevo primaba y, aunque la mayor parte de la sociedad eran llevados a cabo por personas de cierta edad gracias a su experiencia, la glorificación a la juventud era continua. 

El triunfo de la muerte, Pieter Brueghel el Viejo. 1562 

El medievalista Robert Fossier apunta un dato muy interesante sobre los hombres ancianos en la Edad Media, y es que existen algunos vestigios de efectivos militares por los que se puede constatar a principios del siglo XIV más de un 10% de hombres de guerra sexagenarios, argumento con el que defiende que la vejez no era un estado de inutilidad completa en la etapa medieval.  

La hora de la muerte tenía una enorme importancia, por lo que las personas sanas de edad considerable recurrían a todo tipo de rituales que les permitiera conocer cuándo les llegaría la hora (adivinos, necromancia o astrología). Esto era debido al miedo que se tenía a la “mala muerte”, es decir, un final repentino de la vida en el que no haya dado tiempo a realizar ciertos trámites de preparación, como podían ser el pago a la iglesia para garantizarse el poder cruzar las puertas del cielo, que solo los ministros de Dios podían abrir, o la compra de la garantía de ser admitido como monje justo antes de morir o de reposar entre religiosos o incluso en el santuario. En muchas ocasiones, eran los mismos monjes quienes se dedicaban a ir por las casas de los moribundos para “venderles”, de alguna forma, estos privilegios.  

Existían en el medievo ciertas formas de morir por las que ningún cristiano podría llegar al cielo. Estos eran los casos de las muertes brutales (por el motivo explicado en el párrafo anterior), aunque en estos casos eran una excepción los fallecidos en combate, pues normalmente habría sido bendecido, habría comulgado y confesado antes de ir a la batalla; los criminales condenados a morir, que en la mayoría de los casos hacían propósito de enmienda honorable y la Iglesia los dejaba ir al patíbulo con la conciencia en paz; las muertes de los recién nacidos, que aguardaban en el limbo; y los suicidas, que no eran perdonados bajo ningún concepto y cuyos cuerpos eran arrastrados por el suelo y colgados públicamente (por lo que si la familia del fallecido podía esconder el motivo real de la muerte, lo hacía).  

El suicidio era especialmente grave porque, según el cristianismo, los humanos somos seres creados por Dios, y estamos destinados a cumplir un ciclo completo. Por ello, el fallecido morirá condenado y nunca podrá descansar en el mundo de los muertos. Tampoco eran enterrados con el resto de los fallecidos.  

Normalmente, la gente tenía miedo de los espíritus de las personas que habían sufrido una “mala muerte”, pues se pensaba que al no poder “descansar en paz” éste tendía a querer salir de su enterramiento, por lo que se idean una serie de métodos para que no pudieran salir, como fijar los cadáveres a las tumbas o ponerles obstáculos.  

El cuerpo del difunto era inhumado, y casi nunca embalsamado. Los pobres eran envueltos en un simple paño, los ricos eran enfundados en uno de los mejores trajes que poseyera, pero en ningún caso se enterraba desnudo. Normalmente, se enterraba directamente sobre la tierra, sin ningún tipo de féretro, y si lo había solía ser de piedra. La cremación quedó descartada en esta época (exceptuando el caso de los condenados a la hoguera, cuyas cenizas se dispersaban), y la costumbre de enterrar a la persona con objetos (armamento, pequeños muebles, adornos o monedas) desapareció con las reformas gregorianas a finales del siglo XI. 

Las tumbas de los ricos solían ser vistosas, con grandes losas y en algunos casos, con estatuas. Las de los pobres eran simples inscripciones de sus nombres en pequeñas lápidas.  

A los vivos, solo les quedaba orar: no solo para recordar a sus familiares fallecidos, sino para que intercediesen por ellos allá donde estuvieran, y para ayudarlos a descansar en paz.  

BIBLIOGRAFÍA 
Bueno Domínguez, M. L., Espacios de vida y muerte en la Edad Media. Salamanca: Editorial Semuret, 2001.  
Fossier, R., Gente de la Edad Media. Madrid: Taurus, 2008, 138 – 150. 
Fossier, R., La sociedad medieval. Barcelona: Crítica, 1996.  


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