El
devenir histórico de la Polis ateniense vio su curso marcado por
importantes alteraciones en su estructura política: desde su constitución
prístina en la que las magistraturas sólo eran accesibles para la aristocracia,
donde “ciudadano” era sinónimo de “compañero de linaje”, hasta el régimen
isonómico/democrático, el cual, pese a las restricciones legales que
dificultaban el acceso a la ciudadanía, era esencialmente opuesto al anterior.
Si la primera etapa quedó bien reflejada en los poemas homéricos, la naturaleza
de la última queda retratada en los tres discursos pronunciados por Pericles,
los cuales fueron recogidos por Tucídides en los dos primeros libros de su Historia
de la Guerra del Peloponeso, siendo el segundo de ellos (II 35 - 46) el más
emblemático y, por ende, sobre el que versará el presente artículo.
Además
de ser uno de los elogios fúnebres más famosos de toda la literatura, el
mencionado alegato, a priori una parte más del ceremonial, celebrado en
431 a.C., en memoria de los caídos tras el primer año de la guerra mantenida
por Atenas y Esparta junto a sus respectivos aliados, es en realidad uno de los
más hermosos elogios dirigidos a Atenas y a lo que esta representaba. Se trata
de un manifiesto en primicia del espíritu de su sistema de gobierno, la
Democracia, y del carácter y modo de proceder de este pueblo, constituyendo a
su vez una justificación de su política imperialista.
Se
ha de matizar desde un principio que este no es un artículo de Historia
Política ni de Sociología, sino de Historia de las Ideas, por lo que, en este
caso, la intención no es dilucidar la exactitud histórica del gobierno
ateniense, el cual, evidentemente, aparece idealizado en el Discurso; se trata
de analizar el documento en sí, cuya relevancia reside en ser la expresión
prístina de la teoría democrática y, particularmente, el reflejo que la propia
Atenas creía ver de sí misma. No interesarán, por tanto, ni la opinión personal
de Tucídides, ni sus intenciones; tampoco se tendrá en cuenta la posible
objetividad o idealidad del texto.
Tucídides (c. 455 a.C. – c.
498 a.C.), político e historiador ateniense, autor de la Historia de la
Guerra del Peloponeso.
El
tema central del alegato es la exposición de los principios que condujeron a
Atenas a esa situación de poder, y “con qué régimen político y a qué modos
de comportamiento este poder se ha hecho grande” (II 36, 4), con la
intención de demostrar la nula validez de las críticas oligárquicas
pro-espartanas hacia el régimen de Atenas, que, por el contrario, es un modelo
a seguir para el resto de poleis griegas, e incluso para comunidades
extranjeras (cabe destacar que en la obra de Tucídides, por primera vez en la
Historia, se engloba a griegos y bárbaros dentro de una misma realidad
ontológica).
Pericles (c. 490 a.C. – c.
429 a.C), líder demócrata perteneciente al genos Alcmeónida,
constantemente reelegido como strategos entre 443 y 431.
De las primeras observaciones dadas
por Pericles (II 37, 1) pueden extraerse tres ideas fundamentales: un nombre
específico, igualdad ante la ley y consideración pública del individuo:
•
Su nombre, Demokratia, se debe a que los
asuntos del gobierno no dependen de unos pocos, sino de la mayoría, y siempre
en favor de los intereses de esta mayoría (aunque no especifica quién la integra).
•
La segunda idea que define es el tratamiento
igualitario en lo que concierne a los asuntos privados; la ley otorga a todos
los particulares los mismos derechos, políticos y civiles. Para el individuo,
la igualdad supone la supresión de los privilegios ligados al nacimiento y la
riqueza, antaño vinculados a la jerarquización social. Podría traducirse de la
siguiente manera: el ideal de igualdad de la nobleza, destinado a mantener un
equilibrio que evite una concentración excesiva de poder en uno de sus miembros
(los homoioi espartanos o los pares de la nobleza medieval
europea), se ha extendido a la totalidad de los ciudadanos; la Diké (justicia)
ha dejado de ser una pena impuesta por las deidades al quebrantamiento del
orden natural, para convertirse en un principio resultante del deliberar entre
iguales.
•
Desde sus primeros tiempos, los griegos se han
caracterizado por una búsqueda compulsiva del honor (buen ejemplo de esto es la
historia de Cleobis y Biton narrada por Heródoto, Historias I 31), siendo el fin de toda
carrera pública la consecución de una distinción personal. Pericles afirma que
en la esfera de lo público se pone en funcionamiento la meritocracia, que,
manteniendo el principio de igualdad, otorga el ejercicio de los cargos
públicos en función de las capacidades personales de los individuos. La misma
conjunción de fuerzas que, mediante el reconocimiento de la igualdad, conduce a
eliminar la sanción jurídica que percibe las diferencias sociales como
naturales, es la que, invirtiendo la situación, lleva a sancionar las
diferencias naturales como las únicas diferencias sociales válidas en el ámbito
jurídico. La asignación de un cargo público, por tanto, no dependerá ya de la
suerte del individuo, sino de su valía, la cual no viene dada ni por su prestigio,
ni por sus orígenes, ni por su condición social, sino por sus propias
cualidades subjetivas, quedando así derogado el determinismo característico del
pensamiento platónico. Todo esto, en suma, implica el reconocimiento de la
diferencia individual en el interior de la igualdad general.
La
Democracia hace compatible el trabajo privado con la dedicación en la vida
pública; así prosigue su Discurso el general ateniense (II 37, 2; 38). Todos
los ciudadanos tienen derecho a atender sus asuntos particulares, pero la
extensión de la igualdad obliga a todos a prestar servicio al Estado, cosa que
antaño sólo incumbía a la nobleza. Es necesaria, por tanto, la supresión del
criterio de pobreza si se quiere convertir a todos los atenienses en ciudadanos
efectivos, pues esa es la raíz de toda idea democrática. Dos principios que
originalmente eran antagónicos se han hecho ahora conciliables. Para aliviar
las fatigas resultantes de esta multitarea, los atenienses tienen a su
disposición multitud de medios de esparcimiento, ya que la virtud de la Polis
viene dada por el bienestar de los politai (ciudadanos), tal y como
Aristóteles afirmará posteriormente.
El
parágrafo que sigue (II 39) es una comparación entre las disciplinas militares
y sistemas educativos de atenienses y espartanos: mientras que estos dedican su
vida a alcanzar la fortaleza por medio de un entrenamiento de rigor excesivo,
que reduce la complejidad humana al puro músculo, aquéllos vuelven a conciliar
dos cualidades a priori antitéticas (el uso de la razón y la
deliberación se une a la acción decidida y vigorosa).
El
Discurso alcanza el momento del clímax al pronunciar la siguiente afirmación,
que define de forma rotunda las virtudes del ser ateniense: “Amamos la
belleza con sencillez y el saber sin relajación” (II 40, 1). El ateniense
adopta como actitud vital el gusto por lo bello (Philokaloûmen),
situándose en las antípodas de la monótona vida exclusivamente dedicada a la
guerra que caracteriza al ser espartano. Pero ahí no queda la cosa, pues la
belleza no se ama de cualquier manera, se ama con sencillez, de acuerdo al
estilo de vida moderado y equilibrado del ateniense, con una literatura y unas
manifestaciones artísticas capaces de evitar los excesos, muy diferente, a su
vez, del ceremonial pomposo adoptado por el ser bárbaro de Oriente, quien cree
haber encontrado la felicidad plena en la ostentación del lujo exagerado (se
aprecian paralelismos con la conversación que mantuvieron Solón de Atenas y
Creso de Lidia, relatada por Heródoto en Historias I 28 – 33). Junto a
esto, su gusto por el saber no tiene como fin el jactarse de tener amplios
conocimientos sin más, sino la búsqueda de la utilidad, pues el uso de la razón
no persigue alcanzar la verdad absoluta, más bien resultados eficaces,
adecuados a las circunstancias y destinados a la salvación de la Polis y
el bienestar de sus habitantes. Al establecer estas diferencias, el demócrata ateniense
se percibe a sí mismo como el máximo estadio de la evolución humana, capaz de
razonar y actuar a un mismo tiempo.
Reconstrucción de la
Acrópolis, símbolo del esplendor cultural de Atenas en el siglo V a.C.
Según
dice el strategos, el impuesto establecido en Atenas para financiar a
los asistentes a la asamblea popular permite a quienes viven en condiciones
precarias prestar un servicio al Estado, lo cual les brinda una oportunidad
para demostrar sus capacidades y, gracias a la meritocracia, cambiar su
condición. No se reprocha la pobreza en sí, sino a aquella persona que rehúsa
de la coyuntura que se le otorga para salir de esta, por no querer participar
en la vida pública. Por primera vez en la literatura helénica se hace mención a
la posibilidad de salir de la indigencia.
Pericles
resume el pretendido preámbulo de su Discurso de la siguiente manera: “afirmo
que nuestra ciudad es, en su conjunto, un ejemplo para Grecia” (II 41, 1),
y por consiguiente, para toda la humanidad, dado que entre su público se
encuentra gente de muy diversa procedencia; además, se debe tener en cuenta la
conciencia general de humanidad propia de Tucídides, ergo todos ellos podrán
llegar a ser demócratas algún día.
Llegados
a tal punto de grandeza, los hechos hablan por sí solos, por ello “no
necesitamos de ningún Homero que nos haga el elogio ni de ningún poeta que nos
deleite de momento con sus versos (…) nos bastará con haber obligado a todo el
mar y a toda la tierra a ser accesibles a nuestra audacia, y con haber dejado
en todas partes monumentos eternos en recuerdo de males y bienes” (II 41, 4
- 5). Los hechos de Atenas llevarán en volandas la grandeza de la ciudad hasta
la eternidad tal y como han sido, sin necesidad de engrandecerlos; los fracasos
también merecen ser recordados, puesto que todos los proyectos concebidos por
la Democracia ateniense, independientemente de su resultado final, han
contribuido a demostrar su espíritu emprendedor y el valor de sus ciudadanos.
Finalmente,
concluido el magnífico canto a los ideales de su patria, Pericles
procede, de acuerdo con lo establecido en un principio, a elogiar a los caídos
en su nombre (II 42 - 46).
Queda
claro, pues, que la Democracia extiende al conjunto ciudadano la estructura
nobiliaria de las sociedades oligárquicas (el ideal del héroe homérico), para
lo cual, estas han tenido que renunciar a sus exclusividades: desprecio de la
pobreza y del trabajo privado o físico, así como la creencia en una
superioridad o inferioridad heredadas de los progenitores, dando paso por
primera vez a la existencia de una verdadera comunidad. Las ideas de Pericles
conforman uno de los más altos horizontes engendrados por la mente helena en su
constante búsqueda de perfección. Pese a no dejar de ser, como reza en el
encabezamiento de este artículo, un ideal (y como tal, desnaturaliza la
realidad de la condición humana al suprimir mentalmente al menos la mitad de la
misma), supone una aspiración que todo sistema democrático necesita preservar
para constituirse como tal, al menos mientras se pretenda garantizar la
dignidad del individuo y traducirla a derechos.
Bibliografía:
HERMOSA
ANDÚJAR, A.: “Pericles y el ideal de la democracia ateniense”, Res Publica,
5 (2000), pp. 45-72.
RODRÍGUEZ
ADRADOS, F.: La Democracia Ateniense, Madrid: Alianza Editorial, 1993.
SEALEY, R.: “Democratic Theory and
Practice” en SAMONS, L.J. (coord.): The Cambridge Companion to the Age of
Pericles, Cambridge: Cambridge University Press, 2007, pp. 238-257.
TUCÍDIDES:
Historia de la Guerra del Peloponeso, II, Madrid: Biblioteca Clásica
Gredos, 2015.
Imágenes:
Sobre el autor
Juan Manuel Ortega Madroñal
Estudiante de Historia por la Universidad de Sevilla. Sus principales áreas de interés se centran en la Historia Antigua, especialmente la Asiriología y el Mundo Clásico, así como la herencia que la Antigüedad ha legado a los períodos posteriores. Complementa sus estudios universitarios con exhaustivas lecturas de los historiadores griegos y romanos (siendo Tucídides y Tácito sus predilectos), junto con el aprendizaje de la filosofía política del Renacimiento.