La
influencia que Roma ha ejercido en la ulterior Historia de la civilización
occidental es un hecho incontestable; su omnipresencia se ha manifestado en
todos los aspectos de la vida humana hasta la actualidad. Tras ser conscientes
de esto, la pregunta que sigue es: ¿por qué fue grande Roma?
Esta
misma cuestión fue ya planteada por sus contemporáneos, quienes veían cómo la
capital del Lacio se hacía con la hegemonía del mundo conocido, convirtiéndose
en la protagonista del género histórico. Entre ellos, destacan los escritos de Polibio (n. 200 a.C. – m. 118 a.C.),
aristócrata oriundo de Megalópolis de Arcadia, cuya vida estuvo marcada, al
igual que la de todos los griegos de su época, por la derrota de Perseo de
Macedonia frente a Paulo Emilio en la Batalla de Pidna en 168 a.C., tras la
cual fue deportado a Roma junto a otros notables de la abatida Liga Aquea.
Ingresó en el círculo de los Escipiones, familia de distinguidos generales y
políticos romanos, cuya influencia le permitió gozar de cierta libertad con
respecto a sus compatriotas, así como observar de primera mano los motivos que
posicionaron a la Urbe a la cabeza del Mediterráneo.
Sus Historias
recogen los acontecimientos comprendidos entre el comienzo de la Primera Guerra
Púnica en 265 a.C. y la destrucción de Cartago en 146 a.C., con el objetivo de
explicar el hecho histórico de mayor envergadura que se había dado en su época:
el vertiginoso ascenso de la República.
Εκ των Πολυβιου του Μεγαλοπολιτου εκλογαι περι πρεσβειων = Ex libris Polybii Megalopolitani selecta De legationibus. Amberes, 1582
El Libro
VI, quizá el más influyente en la literatura política posterior a pesar de que
sólo se conservan fragmentos, es el que da la respuesta al interrogante
formulado al inicio del artículo. La sentencia de Polibio es simple, al tiempo
que sumamente compleja: la clave de la grandeza de Roma reside en su
Constitución.
Tal
vez con motivo de dotar a su obra de cierto dramatismo, el historiador aqueo
interrumpe la continuidad de la narración justo después de la Batalla de
Cannas, el momento más tortuoso para Roma en los cincuenta y tres años
recogidos en su exposición, para iniciar una digresión con el objetivo de
describir la constitución de los romanos, considerada por el autor superior a
la púnica y, por supuesto, a todas las demás; idea que es repetida de forma
insistente (aunque con mucha menor intensidad) en toda la obra. Hace, pues, uso
de los supuestos ético-filosóficos del Estoicismo al afirmar que la prueba de
la perfección consiste en “la capacidad de soportar con nobleza y entereza los
cambios de Fortuna” (VI 2, 6).
En
primer lugar, Polibio procede a enunciar las diferentes tipologías de gobierno
que han sido adoptadas por las Poleis; es consciente de que esta
cuestión ha sido abordada en reiteradas ocasiones por anteriores pensadores (el
origen del debate puede rastrearse hasta Heródoto, III 82, 6), quienes en su
mayoría establecieron una división tripartita: realeza, aristocracia y
democracia, diferenciadas entre ellas por el modo en que se ejerce el poder y
el número de sujetos que ostentan el mismo. Desde la óptica del megalopolitano,
esta clasificación es absolutamente errónea, pues ni son las únicas, ni mucho
menos las mejores; la monarquía y la tiranía, a pesar de ser gobiernos
unipersonales, según Polibio distan mucho de la realeza (el distinguir tres
apelativos para el gobierno unipersonal es algo sin precedentes en el Mundo
Antiguo), ocurriendo lo mismo con la aristocracia y la democracia.
En la
realeza, el titular del poder accede a este mediante elección al ser aceptado
voluntariamente por el pueblo, y lo administra mediante el uso de la razón, y
no a través del miedo y la violencia (propio de la tiranía o monarquía);
tampoco debe ser considerada aristocracia cualquier oligarquía, sólo aquella
que sea dirigida por justos y prudentes; sólo existe democracia cuando se
impone la opinión mayoritaria “allí donde es costumbre venerar a los dioses,
honrar a los padres, reverenciar a los ancianos y obedecer las leyes” (VI 4,
1-5). Por tanto, la concepción polibiana distingue seis variedades de constituciones:
las tres convencionales (las tipologías “puras”), y otras tres derivadas de
estas resultado de su degeneración, que son la monarquía/tiranía, oligarquía y
demagogia. Para Polibio, estas no caracterizan a los Estados per se, sino que
son etapas de su desarrollo sujetas a una ley sociológico-política de carácter
universal. Se trata, mutatis mutandis, de un desarrollo orgánico con etapas de
infancia, madurez, declive y muerte, correspondiendo a cada una un sistema
político concreto: la monarquía, modelo primitivo surgido de manera natural y
espontánea, es seguida inmediatamente por la realeza al corregir su conducta;
sus vicios inherentes, empero, acabarán por hacerse notar, degenerando así en
su antítesis, la tiranía, la cual acabará siendo derrocada por una
aristocracia, que virará hacia la oligarquía al disolver sus vínculos iniciales
con el pueblo, el cual, indignado por la conducta de sus líderes, procederá a
gobernarse a sí mismo estableciendo una democracia. Al cabo del tiempo, la
pérdida de respeto a las leyes y el deseo de satisfacer los intereses propios
truncando los ajenos dan lugar a la demagogia, sobre la cual acabará por
imponerse un poder fuerte que retornará a la situación monárquica inicial. Este
esquema cíclico del desarrollo de los Estados de carácter determinista se conoce como Anaciclosis.
Sin
embargo, Polibio aprecia cómo Roma no se encuentra en ninguna de estas etapas,
lo cual es debido a la complejidad de su constitución: la República sintetiza
en una sola las tres modalidades puras de gobierno, conformando así una constitución mixta. El autor establece
un paralelismo con el estatuto otorgado a los espartanos por Licurgo, quien fue
capaz de prever la evolución natural de los Estados; la diferencia radica en
que los romanos se dotaron de esta situación gracias a la experiencia,
aglutinando progresivamente aquellos elementos capaces de servir a la
estabilidad del gobierno. Las tres fórmulas estaban perfectamente integradas y
cooperaban entre sí:
•
La potestad de los Cónsules es propia de una constitución monárquica (o real), pues, mientras se encuentran en la capital,
tienen competencia sobre todos los asuntos de la República; todos los
magistrados les están subordinados, a excepción del Tribunado de la Plebe (dado
que estos son capaces de impugnar sus mandatos gracias al derecho a veto); su
autoridad es quasi absoluta en lo referente a las cuestiones de política
exterior.
•
El Senado
se reserva las atribuciones fiscales al controlar el erario público, luego
administra los ingresos y los gastos; investiga públicamente los delitos más
graves del código penal; envía embajadas a las provincias para declarar la
guerra, aceptar la paz... ergo, en ausencia de los Cónsules, la constitución
romana parecería perfectamente aristocrática.
•
Por último, la Plebe es quien tiene la parcela más pesada: monopoliza la facultad
de conceder honores e infligir castigos (aunque en la práctica, esto último era
delegado a los tribunales); juzga las multas impuestas, especialmente cuando
los reos han detentado altos cargos políticos; sólo el pueblo tiene permitido
condenar a muerte, y a quienes ha sido impuesta esta pena les está permitido
exiliarse a la vista de todos; confiere las magistraturas a quienes las
merecen; es la máxima autoridad a la hora de votar las leyes formuladas por el
Senado; los comicios deliberan sobre las alianzas, tratados de paz, pactos...
el pueblo es, en definitiva, quien ratifica o rechaza todo lo acordado, y, dado
que goza de tales atribuciones, no es para nada erróneo afirmar que la constitución
de la República era democrática.
La
clave del funcionamiento de esta maquinaria política reside en la necesidad
obligada de cooperación entre las tres instituciones, uniendo la voluntad de
todos los ciudadanos en una sola y, por encima de todo, evitando la
exacerbación de los vicios congénitos que acaban por corromper a todas las
constituciones. Este esquema político es, sin ninguna duda, un verdadero
precedente de la Separación de Poderes, uno de los fundamentos innatos
al Estado de Derecho moderno acuñado por Montesquieu, inspirado en los modelos
clásicos, especialmente en el descrito por Polibio; hecho que confirma la
huella imborrable que la República Romana dejó para siempre en la cultura
europea.
Bibliografía:
POLIBIO,
Historias, VI, Madrid: Biblioteca Clásica Gredos, 1991.
NICOLET, C.: “Polybe et les
institutions romaines”, en GABBA, E. (coord.): Polybe. Neufs Exposés Suivis
de Discussions, Genève: Fondation Hardt, 1974.
WALBANK, F. W.: A Historical
Commentary on Polybius. Volume I. Commentary on Books I-VI, Oxford: Oxford
Clarendon Press, 1957.
ROMERO,
J.L.: De Heródoto a Polibio: el pensamiento histórico de la cultura griega,
Buenos Aires: Miño y Dávila Editoriales, 2009.
Imágenes:
Sobre el autor
Juan Manuel Ortega Madroñal
Estudiante de Historia por la Universidad de Sevilla. Sus principales áreas de interés se centran en la Historia Antigua, especialmente la Asiriología y el Mundo Clásico, así como la herencia que la Antigüedad ha legado a los períodos posteriores. Complementa sus estudios universitarios con exhaustivas lecturas de los historiadores griegos y romanos (siendo Tucídides y Tácito sus predilectos), junto con el aprendizaje de la filosofía política del Renacimiento.
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