A lo largo de la historia se han dado muchos intentos
de elucidar de dónde procedemos los seres vivos (en particular, claro, los
seres humanos). Durante mucho tiempo toda la sociedad, incluido el propio
sector científico, ha defendido ideas como la “hipótesis de la generación
espontánea”, por la cual los seres vivos parecían capaces de surgir de materia
inanimada como estiércol o barro, o el “creacionismo”, la corriente de
pensamiento que defendía que todas las especies vivas que existían habían tenido
siempre la misma apariencia, que habían “sido creadas” tal cual se presentaban
en la actualidad, en estrecha relación con las ideas de la Iglesia y en
contraposición a las extrañas e inexplicables formas fósiles de conchas y
esqueletos desconocidos que se encontraban de vez en cuando en las rocas.
Fósil de conchas de ammonites
Para los creacionistas, los fósiles no eran más que
rocas que imitaban animales como capricho de la naturaleza, pero, para los
defensores de la evolución, aquellas formas no eran sino restos de animales
pasados de los que, habiendo desaparecido de la faz de la Tierra, habrían derivado
las especies actuales. Nadie, sin embargo, supo explicar correctamente cómo
podría ser esto posible hasta que la idea de la selección natural emergió en el
pensamiento científico contemporáneo.
Para los creacionistas, los fósiles no eran más que
rocas que imitaban animales como capricho de la naturaleza, pero, para los
defensores de la evolución, aquellas formas no eran sino restos de animales
pasados de los que, habiendo desaparecido de la faz de la Tierra, habrían derivado
las especies actuales. Nadie, sin embargo, supo explicar correctamente cómo
podría ser esto posible hasta que la idea de la selección natural emergió en el
pensamiento científico contemporáneo.
En esencia, la teoría de la selección natural expone
que, dentro de una misma especie, las diferencias que existen a nivel de
aptitudes o características entre los diferentes individuos, derivadas de la
simple variedad genética y la incidencia de mutaciones, determinan en qué
medida pueden sobrevivir en el ambiente en el que se encuentran, de tal forma
que aquellos más aptos sobrevivirán y se reproducirán con mayor facilidad; los
menos aptos, morirán y no dejarán descendencia. De tal manera, con el paso de
las generaciones, los integrantes de una especie tenderán a presentar por
herencia tales características si el ambiente no dictamina que dejan de ser
beneficiosas. Dicho de otra forma, el ambiente ejerce una presión selectiva
sobre la genética de los organismos que viven en él barriendo las
características que dificultan la vida en él, lo cual es uno de los elementos
imprescindibles de la evolución, tanto de los seres humanos como de todos los
organismos que existen.
Sin embargo, no pretendemos explicar con mayor detalle
esta teoría, sino dar a conocer los dolores de cabeza, casualidades, polémicas
y malas pasadas que les trajo a sus co-autores: el famoso Charles Darwin y el menos conocido Alfred Wallace, pues si la teoría de
la selección natural y la especiación resulta sorprendente, no lo es menos la
historia de cómo se llegó a ella.
Alfred
Russel Wallace. Fotografía por Sims, 1889
Alfred Russel Wallace nació en Gales el 8 de enero de
1823, en el seno de una familia modesta de tradición anglicana. A pesar de que
hoy se le recuerda como co-autor de la teoría más importante de las ciencias
biológicas, nunca estudió ningún tipo de carrera académica: tuvo que dejar sus
estudios a la edad de 13 años por falta de dinero, y se convirtió en aprendiz de
carpintero de su hermano John. No sería hasta 1844 cuando la publicación de un
extraño libro titulado "Vestigios de la Historia Natural de la Creación",
de Robert Chambers (1802-1871), cambiaría su vida para siempre.
La idea que Chambers exponía en este libro era,
básicamente, que las especies tenían la tendencia de transformarse unas en
otras aumentando de complejidad hasta llegar al ser humano, todo, por supuesto,
bajo la planificación de Dios, una idea que pretendía compaginar las
observaciones científicas con la tradición religiosa victoriana imperante en la
época. Ajeno a toda la polémica que ese libro levantó, Wallace decidió hacerse
a la aventura junto a su amigo Henry Walter Bates, naturalista, y emprender su
propia carrera en el estudio de la Historia Natural para descubrir qué de
verdadero había en la teoría de Chambers.
Así fue cómo Wallace viajó en 1848 a Brasil,
actualmente reconocido como uno de los puntos más ricos en biodiversidad, para
recorrer regiones del río Amazonas y el río Negro donde ningún europeo había
puesto un pie, capturando ejemplares que coleccionaba y vendía para costear sus
viajes. Durante su estancia, contrajo por primera vez la malaria (no sería la
última) y a su vuelta a Europa, en 1852, su barco se incendió y hundió en mitad
del Atlántico, perdiéndose apuntes y borradores de varios libros que tenía
preparados. Fue rescatado en otro barco que, por cierto, casi se hunde también.
Lejos de achicarse, nada más llegar a Inglaterra, el hombre ya estaba pensando
animosamente en emprender un nuevo periplo, que, en ese caso, le llevaría a las
remotas islas del archipiélago malayo.
Desde 1854, pasaría ocho años visitando, entre otras,
las misteriosas islas de Sumatra, Bali, Borneo, Timor, Komodo y Sarawak, donde
hizo grandes descubrimientos relacionando la localización de las diferentes
especies animales y sus restos fósiles. En este viaje recopiló hasta 125.000
especímenes que envió a Inglaterra, 80.000 de las cuales eran escarabajos.
Entre esos ejemplares, había unas 1.000 especies nunca antes descritas. Fue en
estos viajes donde se familiarizó enormemente con la gran variación que
existía, no sólo entre diferentes especies, sino entre individuos de la misma
especie.
El 1 de marzo de 1858, en la casita donde vivía en la
isla de Ternate, recogido a causa de un nuevo episodio de
malaria, Wallace describe en su propia autobiografía que, estando en la cama
con fiebre, empezó a divagar sobre el efecto de las guerras y epidemias (como
la malaria) en el ritmo de crecimiento de la población humana y que luego pensó
en cómo este tipo de causas o equivalentes (depredación, enfermedades,
catástrofes...) influían en el crecimiento de las poblaciones animales.
Teniendo en cuenta el gran daño que causaban estos avatares, los que
sobrevivían, necesariamente, eran los que mejor adaptados estaban a las
circunstancias, y considerando la gran variación entre individuos que él mismo
había reconocido durante su recolección de ejemplares, todos los rasgos que un
animal presentase podían proceder de una filtración natural que el ambiente
hacía de entre todas las variantes que se iban presentando azarosamente en el
surtido de variantes. Y fruto de esta iluminación resultó una inocente carta
que Wallace envió en un barco de carga holandés desde Ternate a Inglaterra
dirigida al mismísimo Charles Darwin (1809-1882), ya reconocido como
prestigioso naturalista.
Charles Darwin, fotografía por Herbert
Rose Barraud
Por aquél entonces, la sociedad científica se
comunicaba por cartas de forma muy activa. Y, en particular, esa carta que
Darwin recibió (no se sabe con certeza qué día) lo dejó consternado.
Desde el 1838, cuando se embarcó en el H.M.S Beagle y
comenzó sus estudios en evolución animal en las Islas Galápagos, Darwin había
estado masticando de forma bastante infructuosa los paradigmas de la
divergencia evolutiva. Wallace no era más que un aficionado admirador
de su trabajo y ya anteriormente le había estado carteando e incluso enviando
algunos especímenes de regalo que consideró que le podían gustar. En sus
respuestas, Darwin se mostraba agradecido aunque receloso, insinuándole de
manera sutil al joven Wallace que la causa de aparición de nuevas especies era
un asunto suyo, cosa que el pobre de Wallace nunca captó. Lo que ninguno de los
dos se imaginó nunca es que habrían llegado a la misma teoría por caminos
separados. El propio Darwin reconocería más adelante que incluso algunas de las
frases de Wallace le recordaban a las suyas propias, aunque su principal fallo
estuvo en no considerar importante la variación entre individuos de la misma
especie, la clave de todo en la idea de Wallace. En ese momento, el naturalista
pensó en desistir y tirar por tierra su propio trabajo: Wallace había concebido
encamado una tarde de fiebre una idea que él no había conseguido terminar de
dilucidar en veinte años de duro trabajo, y si decidía publicar su estudio se
habría aprovechado deshonrosamente de la investigación de un colega admirador,
pero si no lo hacía, nadie le daría el reconocimiento de ser el primero en
postular la teoría. Realmente una situación deprimente, si le sumamos que su hijo
menor estaba gravemente enfermo de escarlatina.
De no ser por sus amigos, Charles Lyell y Joseph
Hooke, la teoría de Darwin probablemente nunca hubiera visto la luz. Para
que su trabajo no cayese en saco roto ni sintiese que estaba cometiendo una sucia
traición, le propusieron presentar un resumen conjunto de sus ideas junto con
las de Wallace en una de las reuniones de la Linnean Society de Londres,
la prestigiosa sociedad científica dedicada a taxonomía fundada en 1788. Darwin
estaba muy triste y no tenía absolutamente nada preparado (ni ganas de
hacerlo); fueron sus amigos los que recuperaron de su estudio un ensayo de unas
540 páginas que el hombre había escrito en 1844 (y que todavía no había
publicado) y una carta que le había escrito a un botánico de la Universidad de
Harvard. El día de la presentación el 1 de julio de 1858, se presentó primero
este resumen del trabajo de Darwin y luego se leyó el artículo original de
Wallace, aunque técnicamente debía haber sido expuesto primero, ya que estaba
escrito con antelación; una trampa que Lyell y Hooke dispusieron para que fuera
su amigo Darwin el que quedase registrado con la propiedad intelectual. Darwin
no estuvo presente: fue el día del entierro de su hijo.
Ese mismo día, Wallace todavía estaba de viaje. No se
enteraría hasta mucho tiempo después de que su trabajo había sido publicado sin
su permiso ante la Linnean Society y sólo como un simple apoyo a la
teoría de Darwin. Sin embargo, lejos de molestarse, Wallace incluso se mostró
satisfecho: es importante tener en cuenta que la sociedad científica de por
aquél entonces era terriblemente clasista y él era un don nadie, sin ni siquiera la preparación científica adecuada para
ser respetado en el gremio de los naturalistas. Que el trabajo de Darwin, con
una reputación considerable, llevase su nombre garantizaba que le harían caso;
era más de lo que podría haber esperado de intentar llamar la atención por su
cuenta. De hecho, se referiría humildemente a la teoría de la selección natural
como "darwinismo" a partir de entonces. Pese a que posteriormente y
hasta a día de hoy algunos han querido ver en Darwin y sus amigos una trama conspiratoria
para robarle la idea a Wallace, lo cierto es que nunca existió mala relación
entre ellos. El propio Darwin le mandó una copia de regalo a Wallace del libro
que finalmente publicó, en 1859, El origen de las especies, su obra más
famosa.
Portada de "El Origen de las Especies"
Es interesante mencionar aquí que, en su obra, Darwin
nunca dijo expresamente que los seres humanos procedamos del mono, afirmación
que es matizablemente incorrecta: lo que se deriva de la teoría de la selección
natural es que los chimpancés (Pan spp.)
y los actuales humanos (Homo sapiens)
derivamos de un ancestro común a partir del cual nuestros linajes se
diversificaron.
Cabe mencionar, por otro lado, que el que armó un
verdadero escándalo cuando se enteró de la publicación fue el jardinero escocés
Patrick Matthew, que parece ser que hacía nada menos que casi treinta años
atrás había sugerido tal idea en el apéndice de un libro apasionantemente
titulado Madera naval y arboricultura (curiosamente el mismo
año que Darwin no había hecho más que emprender su travesía por el océano
Atlántico hacia las Galápagos). Pasó totalmente desapercibido. Por mucho que
pataleó, Matthew sólo consiguió de Darwin unas disculpas públicas.
Por su parte, Wallace siguió como naturalista varias
décadas más, aunque fue perdiendo poco a poco credibilidad en el mundo
científico debido a su interés por temas como el espiritismo y la vida en otros
planetas. Se comprometió en 1864 con una mujer que lo dejó plantado y dos años
más tarde contrajo matrimonio con Annie Mitten, hija de un experto en musgos y
con la que tuvo tres hijos. Nunca consiguió un trabajo estable ni ascendió de
posición social y atravesó, de hecho, graves penurias económicas, hasta el
punto de que en cierta ocasión fue necesaria la intervención del propio Darwin
para que le concedieran una pensión. Su trabajo científico, aun así, fue
reconocido e incluso premiado: en 1908 recibió la prestigiosa Medalla Copley y
el Orden de Mérito del Reino Unido. Moriría cinco años más tarde en la casita
de campo que él mismo construyó años atrás en Broadstone, tierra donde se
encuentra actualmente su tumba. Llegó a la edad de nada menos que 90 años.
La historia de cómo la humanidad se dio cuenta del fenómeno
de la selección natural es una historia de sufrimiento, de aventuras, de
descubrimientos, casualidades bochornosas, viajes y cartas; una historia de una
época de la ciencia que ya se acabó pero que, aunque los huesos de sus
protagonistas descansen, merece seguir excitando los nuestros.
FUENTES Y REFERENCIAS
Ruíz Pérez, M. V., “La
extraordinaria vida de Alfred Russel Wallace: (Él también merece ser recordado)”,
Encuentros de Biología, nº125 (2009).
Gallardo, M.G., “Alfred Russel Wallace (1823 – 1913):
Obra y figura”, Revista Chilena de
Historia Natural, nº86 (2013), 241 – 250.
BRYSON, B. Una breve historia de casi todo,
Barcelona: RBA bolsillo, 2003.
IMÁGENES
SOBRE EL AUTOR
Juan Encina
Graduado en Biología por la Universidad de Coruña de vocación docente. Se ha dedicado por cuatro años a la divulgación científica entre los jóvenes, participando en charlas a institutos y talleres organizados por al Universidad de Coruña y la Fundación Barrié, así como en una revista digital como redactor y editor.
Graduado en Biología por la Universidad de Coruña de vocación docente. Se ha dedicado por cuatro años a la divulgación científica entre los jóvenes, participando en charlas a institutos y talleres organizados por al Universidad de Coruña y la Fundación Barrié, así como en una revista digital como redactor y editor.
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